Una plausible interpretación de “Otello” la ofrecida en Sevilla el día
31 de octubre, con el principal
atractivo de un protagonista creíble desde todos los puntos de vista, lo cual
por sí mismo es desgraciadamente raro desde siempre. El veterano Gregory Kunde
está desarrollando en los últimos diez años una especie de segunda carrera,
culminada con los papeles más dramáticos escritos por Verdi. Con una voz que en
sus orígenes era de tenorino, semejante transformación se ha basado ante todo
en la solvencia técnica: estamos ante uno de esos pocos casos en los que la
fortaleza de una emisión canónica permite a un cantante compensar las
limitaciones naturales y el desgaste físico debido a la edad de la voz. Descolorido
e ingrato la gama media y grave, el timbre se expande y se hace penetrante hacia
el tercio agudo, incluyendo un si bemol potente y metálico. Esta fortaleza,
junto a la amplitud de alientos, constituyen el arsenal imprescindible para la
parte heroica o belicosa del personaje, a la que se hizo justicia: un
“Esultate” meritorio y un final de segundo Acto sin economías ni moneda falsa.
Naturalmente la tradición quiere instrumentos más voluminosos y broncíneos en
estos pasajes, pero Kunde no tuvo problemas con la orquestación y eso ya es
decir mucho. En el aspecto lírico y conversacional, el que esa misma tradición
ha minusvalorado y que entronca a Otelo en el árbol genealógico del tenor
romántico, la falta de terciopelo y un color agradable penalizó su actuación en
“Già nella notte” pero la solidez del legato, la ausencia de énfasis declamados
o gritados y la atención a la mayor parte de signos expresivos de la partitura (los
p sobre el pasaje corrieron peor suerte) recordaron el origen belcantista del
tenor en toda su actuación. En el terreno del acento dejó algo más que desear,
pues no se podría decir que realmente reflejara en su forma de decir el texto
toda la variedad de estados de ánimo del personaje: ciertamente no se podía
esperar más ferocidad en “Sì, pel ciel”, pero sí más ironía o ternura en otros
momentos. Destacaron, en medio de este compromiso un tanto conservador y
genérico, el patetismo de “Dio, mi potevi” (el pasaje más emocionante de la
función, además de bien cantado) y sus incisivas frases del monumental
concertante. En “Niun mi tema” retornaron los modos más impersonales (y la
tesitura le resultó sin duda menos cómoda). Dados el momento de su carrera y
el (merecido) éxito que le está dando esta aventura, parece dudoso desarrolle
este apartado, una carencia ya endémica en varias generaciones de cantantes.
Ángel Ódena posee una muy robusta e incluso agraciada voz, razonablemente bien emitida en la gama
del mezzoforte al fortissimo, que es desde luego su predilecta. Esto es un
problema de partida en un papel que, a excepción de un par de números del segundo
Acto, es ante todo conversacional, de escritura ligadísima, sutil y firmemente
anclada en el sottovoce de la confidencia, la media voz alevosa. Ódena tuvo
dificultades en los pasajes concebidos para cantarse a media voz, el más
difícil de los cuales es la narración del sueño de Cassio, donde su técnica no
le permite ni los claroscuros ni las dinámicas suaves exigidas. Tampoco conoce
el cantante la diferenciación del texto mediante el acento, el énfasis y el
juego de colores sobre la palabra cantada. Se conforma con cierto ímpetu
genérico en la dicción aplicado a todas las situaciones, obviamente con
desigual acierto. En los diálogos con Otelo, que son el verdadero motor de la
trama, no se percibió la meliflua persuasión que captura la imaginación del Moro.
De esta forma, no sólo el personaje de Yago, sino el propio drama, queda
incompleto, herido en su verosimilitud. Fue seguramente el “Credo” su momento
más notable, en particular por la facilidad con que se expandió a través de la
orquesta en el clímax. No abundan las voces de este calibre y es una lástima que
no trabaje más el personaje.
Julianna di Giacomo, Desdémona, representa un ejemplo opuesto al de su
compatriota Kunde. Estamos ante una cantante aún joven que puede presumir de un
timbre lozano, agradable y muy sonoro, pero aquejado de varios problemas de
emisión que lo afean en muchos pasajes: un vibrato poco saludable en casi toda
la gama aguda, que además muestra claros signos de esfuerzo en los ataques en
forte (“di tanto pianto”, o el temible si natural del concertante). Por otro
lado también es una cantante que se siente cómoda en el mezzoforte, mientras
que la afinación y el enmascaramiento fueron mejorables en las escasas
dinámicas suaves que intentó. De estas dificultades fue un ejemplo claro el
intento de filado del “Ave María”, calante y engolado. Todos estos problemas
vocales son serios en un papel cuya pureza vocal es símbolo de inocencia, pero
lo son aun más cuando el mismo se plantea únicamente desde el canto y el
atractivo tímbrico. Di Giacomo sabe acentuar el lado dulce y sumiso del
personaje, bien cantado dentro de una línea aceptable,
pero debido a las limitaciones de color y acento no termina de encontrar el
aura trágica que envuelve sus intervenciones desde el segundo Acto. Además, para
convencer en su gran escena del cuarto es necesario ser una gran cantante, cosa
que no está a su alcance.
Inferiores los tenores que encarnaron a Cassio y Roderigo (ligerísimos
ambos y muy nasal el primero) a la Emilia de Pintó.
Halffter, nada convincente en
melodramas más tempranos, está cómodo en Otelo, donde la orquesta tiene más
protagonismo y puede lucir su innegable capacidad para obtener un timbre bello
e intenso, sin resultar nunca invasivo ni dificultar la tarea de los cantantes (de
hecho estuvo más bien prudente en el arranque coral de la ópera). En cuanto a
la narrativa, la escasa variedad agógica le hizo sonar expeditivo y sumario
antes que dramático. Cuando quiso decir algo personal al comienzo del tercer
acto, el tempo escogido desembocó en un farrago considerable. La mayor carencia
se concentró en la labor de concertación, puesto que no parecía haber un “concepto”
claro de lo que es “Otello” en el reparto. Esto se percibió sobre todo en la
preparación de los diálogos entre Otelo y Yago, donde la ausencia de un
criterio unificador dejó a ambos intérpretes a su aire, sin llegar al fondo del
drama.
El coro empezó con algunas asperezas, alcanzando un nivel imponente en
el tercer Acto. A un nivel decididamente inferior la puesta en escena de
Henning Brockhaus, que podemos calificar de Regietheater de baja intensidad. Sin
alterar en esencia el desarrollo de la trama, se pretendía bien añadirle
contenido o explicar “correctamente” el mismo al público actual mediante un conjunto
de bailarines y maniquíes que afortunadamente desaparecieron en el último Acto.
Resultaron especialmente molestos en el primero hasta el punto de hacer confusa
la trama. Por lo visto Brockhaus no consideró más importante dedicarle esfuerzo
a una dirección de actores que dejaba espacio para que los mismos hicieran todo
tipo de gestos de convencionalidad e improvisación aplastantes. Escenografía y
vestuarios también muy convencionales aunque agradables. En conjunto, una
función respetable, suficiente para que esta obra maestra deje su huella en el
ánimo del oyente. Por último, a modo de comentario, no pareció de recibo que
hubiera dos intermedios (la representación se extendió desde las ocho y media
hasta casi a las doce) ni que salieran el coro y los mimos a saludar al final
del tercer acto.
1 comentario:
Aún se sorprenderán de que la gente no se interese por la música clásica la gente como usted. Su pedante y rimbombante comentario es muy representativo del esnobismo y elitismo de demasiados "amantes" de la música clásica. Y lo pongo entre comillas porque para gente como usted la música no les importa como tal, sólo como un instrumento para diferenciarse de, como dicen ustedes, "la plebe". Ven ustedes la mñusica como algo sofisticado y rebuscado, que se mira de lejos sin comprenderlo, inalcanzable (nomal, no pueden permitir a nadie que llegue a comprender y amar la música, y por lo tanto entrar en su selecto club.
Amo la música clásica desde la adolescencia, cuando descubrí una forma de expresión que reflejaba mis sentimientos y emociones de la forma más íntima. He mantenido una relación próxima y personal con la música desde entonces. Por desgracia, intento al menos mostrar a la gente que me rodea que merece la pena al menos darle la misma oportunidad que yo le di. Mis esfuerzos son inútiles, pues a la gente le repele sin fallo la música por la visión que ustedes dan de ella que he descrito arriba.
Usted no ama la música; es sólo un pretexto para dar rienda suelta a su esnobismo egocéntrico
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