28/7/14

En recuerdo de Carlo Bergonzi (1924-2014)


Carlo Bergonzi nació en Vidalenzo di Polesine Parmense, a un kilómetro escaso de la villa de Sant’Agata: sería un presagio de su carrera como cantante, pues su nombre quedó ya en vida ligado para siempre al de Giuseppe Verdi. Sus primeros estudios, como barítono, se desarrollaron en el Conservatorio Arrigo Boito de Parma. Tras el intermedio de la guerra, durante la cual sufrió tres años de cautiverio en Alemania, debuta en 1947. Insatisfecho con sus cualidades para la cuerda, reestudia su técnica de forma parcialmente autodidacta, tanto por medio de la escucha de grabaciones de Aureliano Pertile como frecuentando las clases de Ettore Campogalliani. El debut tenoril (1951) se produce como Andrea Chénier. En plena conmemoración del cincuentenario de la muerte de Verdi, la Rai lo contrata para una serie de interpretaciones radiofónicas en las que ya afirma su temprano magisterio (Foscari, Carlos VII y Adorno). Se establece así la relación con el repertorio verdiano; según su propio testimonio, los teatros de toda Italia no le piden otra cosa. En 1955 debuta en La Scala (Don Álvaro) y en 1956 con "Aida" en el MET, donde cantará más de trescientas veces hasta 1987. En los 60 se produce su período de mayor prestigio, paralelo al declive de di Stefano y del Monaco. Canta por todo el mundo mientras desarrolla una importante carrera discográfica con la Decca y Emi. Aunque la relación con La Scala nunca llegó a ser estable, con apariciones tan sólo en nueve temporadas, se impone en todos los teatros de Italia, en particular en Florencia y la Arena de Verona. Durante los 70 se reducen sus actuaciones progresivamente, dedicándose cada vez más a los recitales en los años 80. En 1993 se despide de La Scala. Aunque en 1995 da una serie de conciertos como retirada oficial, interviene en algunas galas posteriormente. En el año 2000 le puede la vanidad e intenta su primer Otello en el Carnegie Hall, abortado finalmente debido a una indisposición. Una vez retirado se dedica a la Accademia Verdiana “Carlo Bergonzi” y a su restaurante “I due Foscari”, bautizado en honor de una de sus óperas más queridas.

La voz de Bergonzi era de tenor lírico, de timbre no particularmente bello e impacto físico modesto desde cualquier punto de vista. La franja central, sólida y compacta, siempre retuvo tintes de sus inicios en la cuerda de barítono. Sin embargo la homogeneidad tímbrica y la fluidez de la transición entre registros hablaban de una canónica resolución del paso de la voz. Esto permitió que un instrumento que las crónicas no describen como grande o squillante corriera por las grandes salas en los papeles más exigentes. Era uno de esos cantantes que no forzaba nunca. O casi nunca, puesto que su obsesión por evitar los sonidos abiertos le llevaba a veces a emplear vocales demasiado oscuras en los primeros agudos, empañándose el sonido.  Fue su talón de Aquiles, aunque no faltan ejemplos de funciones donde el registro agudo se mostraba más que solvente. Tras dos décadas de actividad, en los 70 se pudo percibir el desgaste ejercido por un repertorio oneroso sobre una voz que era robusta pero lírica en esencia. Sin embargo las sólidas bases de su arte ("La mejor fonación exhibida por un tenor durante la segunda mitad de siglo", según Celletti en "Voce di tenore") le permitieron seguir cantando impecablemente hasta el final.

Como intérprete nunca fue volcánico ni sensual al estilo de sus coetáneos. Tampoco destacó como actor, siempre limitado por una presencia escénica que hacía ciertos los más entrañables tópicos. Profundamente conocedor de cuál era su capital de partida, decidió basar su estilo sobre un fraseo analítico, que cuidaba las dinámicas, el canto ligado y la nobleza de acentos como valores supremos. No se tomaba libertades de respiración o ritmo, no omitía notas engorrosas, no debía recurrir al portamento. Gracias al indestructible apoyo sobre el fiato, abarcaba frases de cualquier amplitud y exigencia con absoluta facilidad, sin limitaciones técnicas para reforzar o apianar el sonido incluso sobre la zona de pasaje. Esta descripción podría hablarnos de un intérprete escolástico de no ser porque el canto de Bergonzi cobraba vida gracias a una forma inolvidable de escandir las palabras, de darles un leve énfasis, en definitiva de otorgarles el sentido que reclama cada situación dramática. Es el famoso accento verdiano, que no tenía secretos para él y convierte cada recitativo en una experiencia única que poco tiene que ver con la concepción brutalmente verista de la dicción impuesta en la época por di Stefano y del Monaco. Su comunicatividad en el decir estaba impregnada del castizo color de la pronunciación de hombre de campo emiliano, no siempre bien recibida por audiencias pijoteras. No han faltado tampoco quienes le acusaran – y acusan – de distanciamiento. Si hemos de ser justos, admitiremos que para sobrevivir a una carrera exigentísima hubo de dosificar bien las energías. Desde finales de los sesenta a menudo el magisterio se impuso sobre el hombre de teatro. Sub especie aeternitatis, esto no impide considerarlo digno heredero, por estilo y nobleza, de una luminaria como Aureliano Pertile. Por otro lado su figura debe considerarse esencial en la recuperación del belcanto tras los años 50.

Su repertorio abarcó todo el S.XIX italiano más el inevitable Verismo, pero está dominado por los grandes papeles de Verdi: desde el Duque de Mantua hasta los heroicos Radamès y Don Álvaro. En total dieciocho personajes documentados por el disco o el registro no oficial. Proponemos la siguiente selección en su memoria: