5/4/12

Clásicos revisitados: Die Zauberflöte (Herbert von Karajan, 1950)

La plasmación en disco de La Flauta Mágica es una historia de falsos antagonismos. Si hoy el debate interpretativo se centra en si la Flauta es en sí la ópera prerromántica (y por prerromática quiere decirse preexcesiva) por la que históricamente se ha tenido, o si es, por el contrario, un cristalino trabajo posbarroco, como la “auténtica” escritura, orquestación, contexto, vocalidad, afinación y estilo parecen reivindicar (antagonismo, como dije, falsísimo), en las décadas precedentes el debate, no menos mendaz, fue muy diferente. Se trataba entonces de descubrir si La Flauta Mágica, esa historia con princesas raptadas, serpientes amenazantes, sabios, pruebas mortales, héroes y hombres vestidos de pájaro, era más un dulcísimo cuento de hadas (visión cuyo arquetipo discográfico había sido la “mágica” primera grabación de la partitura bajo la dirección de Thomas Beecham) o un monumento casi sacerdotal, teñido de claves masonas pero sin ser cautivo de las mismas, a recónditos y profundísimos significados universales de solidaridad entre los hombres e “iniciación” en la Virtud universal, tal y como entendieron la obra, paradigmáticamente, Wilhelm Furtwängler y, sobre todo, Otto Klemperer.

Nuevamente, el antagonismo no es sincero. Porque no cabe duda de que en una ópera como La Flauta Mágica, ese singspiel sobre princesas raptadas, sacerdotes, héroes, filosofía, serpientes amenazantes, claves masonas, hombres vestidos de pájaro y hermandad universal, hay algo de todo ello, y el talento consiste en sintetizar esos elementos para expresar una tesis propia. En el fondo, preguntarse si la Flauta trata más sobre Tamino que sobre Papageno es como querer saber si Ariadne auf Naxos es una obra “de Ariadne” o “de Zerbinetta”, o si aquel genial dramma giocoso, como bautizó Mozart a su Don Giovanni, es más dramma o más giocoso (y no nos engañemos: todos esos debates han existido). La perspectiva de la discografía comparada debe, pues, permitirnos acceder a la iridiscencia interpretativa (y mucho más en La Flauta Mágica) sin ser rehenes de dogmas ni lecturas platónicas.

Sin embargo, y por improcedente que nos resulte la distinción a los ojos actuales, la crítica discográfica “clásica” no sólo ha distinguido las lecturas, por decirlo así, “papagenistas” de las “taministas” de esta ópera, sino que ha mostrado, además, una notoria preferencia intelectual por esta segunda perspectiva, que ha sido empleada para afirmar, en primer lugar, lo errado de considerar la música de Mozart como un mero divertimento para aristócratas (como si hiciera falta encontrar significados secretos a la música tan espontáneamente genial como la del salzburgués para advertir esa citada genialidad), pero sobre todo, para emparentarlo con la música germánica de los siglos venideros (confesadamente con Beethoven o Weber, y quizá, en algún lugar de su subconsciente, con Wagner, Mahler o incluso Bruckner). Y así, a las batutas que realzaban el elemento mágico, fabuloso, de la obra, por muy bien cantadas y dirigidas que hayan estado, se les ha reprochado haber escogido el camino “fácil”, el haber contado “únicamente” el cuento de hadas.

Por ello, la lectura de Herbert von Karajan para EMI en 1950 se revela, casi de forma involuntaria, de una modernidad sorprendente. Sorprendente, en primer lugar, hacía sí misma, pues buena parte del equipo vocal (fundamentalmente femenino) responde a dejes expresivos y estilísticos embelesadores, sí, pero bastante decadentes (aparte de que la toma sonora, siendo más que aceptable, no deja de recordarnos de que se trata de una grabación mono de 1950). Pero Karajan (que sin duda ha estudiado bien la grabación de Beecham, y que sin duda no conoce la de Klemperer, que se hará 13 años después), apoyado en la espléndida respuesta de la Filarmónica de Viena, opta por contar el relato con encanto y entusiasmo, pero sin apretar, permitiendo que la fábula aparentemente inofensiva “respire” y sugiera sus propios significados sin llegar a enfatizar ninguno. Así, Karajan resulta menos edulcorado (e incluso podría decirse que menos previsible) que Beecham, y por descontado, menos solemne que Klemperer y Furt (cuya visión muy probablemente conoció -en la época de la grabación era Furtwängler que dirigía prácticamente al mismo cast en Salzburgo, de lo que nos ha llegado un testimonio en vivo- y del que no es descabellado pensar que quisiera diferenciarse), pero indudablemente personal, basado en un lirismo que equilibra muy bien el empuje con el sosiego, con una enorme dulzura y amor por esta música y una fluidez narrativa en el umbral de la magia. Desde el albor de la discografía de la obra, Karajan demuestra así que la contradicción intríseca e inconciliable, la dicotomía nuclear vista por la crítica en esta ópera, carecía de fundamento.

El cast responde satisfactoriamente. Nunca la complementariedad entre Tamino y Papageno ha estado tan bien descrita mediante el fraseo de los cantantes como en el caso de Anton Dermota y Erich Kunz. Ambos cantantes responden así a un mismo universo prosódico que prima el sentido de la palabra y de la frase (más palabra en el caso de Kunz, más frase en el de Dermota) por encima de la mera ejecución musical. El impresionante talento de Dermota para crear los más variados claroscuros lo inscribe directamente en la cumbre de Taminos mitológicos, sin la luz vocal de Wunderlich ni la dulzura de Simoneau, pero con una pericia única en el “decir cantando” que constituye su sello personal. Kunz es un pajarero de insólita elegancia, con una articulación portentosa y un gusto por el detalle vedaderamente exquisito. También Ludwig Weber hace con el fraseo, algo menos imaginativo que el de sus colegas, lo que la voz comienza a no poder hacer (la desigualdad de registros pasa de lo llamativo), mientras que el voluminoso Orador de George London impone casi más que Sarastro. Únicamente Peter Klein resulta indiferente en un Monostatos artesanal.

No andan tan bien las cosas entre las voces femeninas. La mejor de todas es Irmgaard Seefried, gran conocedora de la parte, radiante, joven y expresiva, con un encanto que compensa la relativa modestia del instrumento y la exagerada fijeza de los agudos. Fijeza a la que tampoco es ajena Sena Jurinac (algunos agudos en piano son de existencia dudosa), que comanda un trío de damas no especialmente afortunado. Tampoco lo es en exceso el trío de niños, tres mujeres que han recibido la orden clara de limitar su vibrato natural y asemejarse lo más posible a unas voces blancas. El esfuerzo, sin duda, es loable, pero el resultado tiene algo de impostado que le resta magia a la maravillosa música de estos personajes. Y Wilma Lipp, estimada Reina en su momento por su capacidad de hacer de hacer frente a la escritura estratosférica del papel, no destaca por su habilidad técnica: la emisión no siempre es estable y la coloratura es bastante aproximada, además de que su voz de ligera y su falta de intensidad en el fraseo superficializan el retrato de la Reina. Al menos Emmy Loose, al despojarse de su papel de Primer Niño, se lo pasa bomba cantando con Erich Kunz el dúo de Papageno y Papagena.

En síntesis, un disco de los de siempre al que, si se vuelve sin prejuicios, es capaz de encontrársele nuevos y sugerentes perfiles, mucho más actuales de lo que se pudiera pensar, además de un buen puñado de artistas del canto mozartiano de otrora, dueños de unas personalidades musicales hoy muy difíciles de encontrar.