19/2/12

Brahms, siempre Brahms

Pocas razones existen, como no sean las programáticas, que justifiquen la presencia en concierto de la Obertura de la música incidental de "Turandot" de Carl Maria von Weber. Se trata de una aburrida y repetitiva pieza de escasísimo valor que no hay forma de hacer interesante. A continuación Guschlbauer dirigió un pulcro pero poco inspirado Concierto nº 23. Al piano, el interesante Javier Perianes, quien mostró más vuelo en el bellísimo Adagio, con expresivas dinámicas suaves. Sin embargo pareció un poco borroso en algunos momentos y su discurso da la impresión de discontinuidad, como si estuviera basado en impulsos de corto recorrido.
La segunda parte compensó la ligera monotonía con una ejecución más que respetable - sólo faltó algo de empaque en la última variación - de las "Haydn-Variationen". Esta magistral partitura representa la esencia de la música de Brahms: nunca igual a sí misma, tan pronto como surge ya distinta, en cambio permanente. La experiencia musical como símbolo de la percepción heraclitiana del mundo y de nuestra propia existencia: en el mismo instante ya nada es lo mismo. Pese a la pretensión de recuperar este espíritu inquieto, no hay ninguna profundidad en las Metamorfosis sinfónicas de Hindemith. Música estéril y aparatosa en la que para remate reaparece la machacona chinería de Weber. La orquesta, que en las partituras del S. XX está más cómoda, ofreció una interpretación sólida.