24/12/12

"Macbeth": el melodrama a pesar de todo.

Muy disfrutable cierre de la serie de funciones de “Macbeth” en el Teatro Real, con dos claros triunfadores: Teodor Currentzis y el Coro titular del Teatro Real. El director griego ha mostrado grandes virtudes y una clara afinidad por el melodrama verdiano con una dirección vibrante e intensa, pero también capaz de captar la singular atmósfera dramática de la ópera, una de las primeras del autor, sino la primera, cuya música posee una "tinta" específica, en particular en la escritura de metales y maderas. Si entusiasmó con los números más grandiosos, como el soberbio Finale Primo, sobrecogedor por la amplitud y fuerza de coro y orquesta, también consiguió dejar mudo al público con la desolada intensidad de “Patria opressa”. Currentzis disfruta con este repertorio y sabe cantar con los solistas, sosteniéndolos antes que poniendo una barrera entre ellos y la audiencia (los chelos doblando la línea de “Pietà, rispetto, amore”). Su entusiasmo se canaliza sin altibajos en brío e intensidad antes que en volumen, salvo en algunos momentos algo ruidosos. Si su gestualidad es desgarbada y heterodoxa es secundario, puesto que es eficaz y por fin se ha podido escuchar un Verdi orquestalmente poderoso en el Teatro. Esta energía desbordada impregnó incluso los pizzicati del coro conclusivo, número que se permitió cerrar con un efectista pero electrizante regulador. Una dirección, en fin, que por sí misma compensa haber presenciado el espectáculo. Sólo cabe reprocharle el no haber atenuado las sonoridades durante las escenas nocturnas, el gran dúo del Acto Primero y la escena del sonambulismo. Es de esperar que estos matices, que redondearán la interpretación, llegarán con el tiempo. Al mismo nivel el coro: estremecedor en el citado “Schiudi, Inferno” y emocionante en la expresión de los sentimientos más patrióticos de la partitura.

25/11/12

La O.F.M., en su mejor momento

 
Brillante concierto conmemorativo de los 25 años de la Orquesta Filarmónica de Málaga bajo la dirección de quien fue su primer director, Octav Calleya.
 
La primera parte tuvo un carácter marcadamente festivo, con piezas de exuberante melodismo servidas con convicción y finura, en particular la olvidada Rapsodia sinfónica, Op. 66 de Turina. La colaboración de Raluca Ouatu también sostuvo el interés del estilizado folclorismo de estas piezas.
 
Sin embargo lo excepcional llegó en la segunda parte, con una ejecución de la "Heroica" que se recordará muchos años. La mejoría de la orquesta se puso a prueba con uno de los grandes hitos del género, y podemos decir que la superó con nota. Además existió una guía personal y con profundo contenido filosófico. Y es que Calleya planteó una interpretación totalmente ajena a las modernas tendencias historicistas, marcada por la amplitud del fraseo y los tempi espaciosos, además de un sonido muy expresivo, en particular de la cuerda. En el primer tiempo, quizá el movimiento sinfónico de más compleja ejecución de todo el repertorio, todo transcurrió con demasiada tersura, sin que las numerosas asperezas de la música (caso del desarrollo) adquirieran su debida relevancia. Nada hacía esperar la tremenda fuerza emotiva de la Marcha fúnebre, una experiencia musical que no puede olvidarse. Belleza y expresividad, con frases cargadas de dolor y ese sentimiento de congoja universal que hace sublime a esta música. Brioso Scherzo, bien ejecutado por la trompas en el Trío. Siempre es difícil que el Finale no dé la impresión de anti clímax, pero en este caso se mantuvo el interés y Calleya consiguió que la sencilla melodía procedente de "Las criaturas de Prometeo" adquiriera un fervor digno de una gran oración fraternal. No obstante, el tutti con los metales cantando sobre la cuerda tuvo algún pasaje confuso. Igualmente, una noche muy especial.

16/11/12

Los Peores (XI): Tito Gobbi


Ésta es la entrada de la presente serie más largamente meditada, puesto que el caso de Tito Gobbi es el más especial de todos los cantantes repasados hasta la fecha. Los mitos de Corena o Evans caen por su propio peso: el de Gobbi es lo bastante complejo para tener que desmontarlo. El interés de su legado sigue siendo muy superior a los de MacCracken, Bonisolli y Schreier (quizá incluso sumados). En conjunto podemos reconocer incluso una parte legítima en el prestigio artístico que mantiene. Una fracción muy menor con respecto a la sobredimensionada importancia que se le dio durante décadas, sin duda, pero existente.
 
Hay dos grandes razones para considerar a Tito Gobbi un cuerpo extraño dentro de los grandes nombres de la Ópera. La primera, obviamente,es que no era un gran cantante entendiendo este término como el conjunto de vocalista, músico y actor. La segunda, sub specie aeternitatis, reside en el enorme daño que su filosofía y su trayectoria hicieron y aún hacen a la cuerda de barítono.
 
Gobbi tenía una voz modesta, siendo generosos, desde cualquier punto de vista. Únicamente una pequeña franja central sonaba nítidamente baritonal y convincente. Esto no significa nada: un grandísimo cantante como Giuseppe de Luca también tuvo una voz modesta y además durante una época caracterizada por voces suntuosas. Sin embargo, al contrario que su antecesor, nuestro protagonista también tenía una técnica deficiente. Su concepto de emisión era asombrosamente rudimentario para haberse formado durante los años treinta: cualquier neófito que escuchara primero a de Luca y luego a Gobbi sería incapaz de creer que se trata de dos cantantes de la misma cuerda. Su principal rasgo era una acusada nasalidad que sustituía al redondeo de vocales y por tanto al enmascaramiento: el llamado birignao heredado del verismo a través de Titta Ruffo. Este desagradable efecto, tendente a lo que Rodolfo Celletti bautizó como "mugido", se acusaba desde la zona de pasaje hacia arriba, donde cualquier cosa podía suceder: sonidos sordos que no alcanzaban ni de lejos ningún resonador superior, otros abiertos que apenas podían calificarse de musicales y algunos apenas identificables como humanos. Un vibrato del tipo "martilleante" completaba una de las voces más indiscutiblemente feas de la historia del disco. En la base de esta falta de cuidado en la emisión se encuentra, como se podía esperar, la ausencia de un sólido apoyo sul fiato. La crítica inglesa, John B. Steane en particular, ha minimizado siempre los problemas alegando que nadie producía tantos colores con su instrumento, pero existen muchas formas de producir los colores y la mayoría de las que usaba Gobbi eran espurias. Como su media voz, destimbrada hasta convertirse en un tono inquietantemente plano y pobre, de textura similar al sintasol; a menudo el falsete asomaba entre el rosario de sonidos de tercera división. En todos los casos, en forte o en piano, la afinación tampoco era muy segura. Con este precario bagaje de vocalista, Gobbi, que tenía una buena formación musical, construyó su figura siendo ante todo actor cantante, siempre desde la perspectiva verista del término. Quiere esto decir que orientó todos sus recursos hacia la búsqueda de la "verdad dramática" en su faceta más brutal: si el personaje debía imprecar, Gobbi simplemente gritaba; si se trataba de un villano infame, Gobbi suponía que la abyección moral sólo podía transmitirse a través de la máxima fealdad vocal. Esto era un indicio de que entre todos los registros posibles, su mayor afinidad se encontraba en la expresión torva, seguida a corta distancia por la chocarrería.

16/9/12

Colomer y el fruto del trabajo.

La orquesta Filarmónica de Málaga confirma su progresión bajo la dirección de Edmon Colomer con el que fue, probablemente, su mejor concierto de los últimos años.
 
 
El programa, exigentísimo, incluyó dos obras maestras de un autor, Brahms, con el que la orquesta siempre ha tenido problemas para obtener el sonido amplio y compacto que debe resolver el intrincado tejido armónico que caracteriza sus obras. La mejoría desde la anodina Segunda de hace un par de años ha sido espectacular: la orquesta toca un verdadero legato, con una sección de cuerda produce por fin ese sonido cálido y robusto que es la base de la orquesta romántica y que sostiene a las familias de vientos y metales. Colomer empleó toda su energía en motivar a su gente y ésta ha respondido con entusiasmo, en particular en el Finale de la Primera. Sólo los chelos siguen adoleciendo de cierta falta de cuerpo. Por el contrario, en algunos momentos el timbal resultó invasivo.
 
La primera parte estuvo a buen nivel, aunque el Concierto en re menor pecó de cierta morosidad y academicismo en el comienzo del Maestoso. Alexei Volodin imprimió un mayor ímpetu juvenil a la ejecución. Se trata de un pianista que sabe alternar exuberancia e introversión, con un bello pianissimo. Sólo se echó de menos algo más de penetración en los arduos trinos del primer tiempo. En la coda del Finale ofreció esa emocionante sensación de intérprete que hace música en estado de inspiración verdadera.
 
Colomer plantea una Sinfonía en do menor dramática, urgente, resaltando el conflicto contenido en el complejo juego polifónico del primer tiempo. Pero también supo conducir los remansos, como esa sublime primera coda, y planificar los clímax del Finale. Muy bien expuesto el juguetón Allegretto. Un concierto triunfal.

2/9/12

Bayreuth en el Liceu de Barcelona

Direcció musical
Sebastian Weigle

Repartiment:
Ricarda Merbeth
Michael König
Franz-Josef Selig
Benjamin Bruns
Samuel Youn
Christa Mayer
Orquestra i Cor del Festival de Bayreuth

Si uno tuviera que juzgar a partir de los aplausos, diría que ayer se vivió una representación histórica en el Liceu. Si nos atenemos a lo escuchado y estamos dispuestos a ser generosos, se trató de una buena noche de ópera.

Los puntos fuertes de la ejecución - no escenificada - fueron los previsibles: el placer de escuchar una orquesta y un coro de primer nivel en su repertorio guiados por una mano solvente. Al principio se notó la voluntad de limitar el volumen de sonido, pero la orquesta no tardó en soltarse: raras veces se escucha un sonido tan grande y a la vez tan calibrado y de tanta calidad en todas las secciones. No obstante hay que decir que Sebastian Weigle también obtuvo acompañamientos líricos: de hecho si hubiese que quedarse con un detalle sería el acariciador timbre de los chelos que envolvió las voces de Senta y el Holandés durante su gran dúo. Un pasaje muy especial. Weigle destacó sin compejos la inspiración popular de algunas  músicas, durante las cuales se pudo observar a varios miembros de la orquesta particularmente motivados. A veces, en algunas intervenciones del viento metal que incluso hicieron temblar las butacas, demasiado. El coro del Festival estuvo a la misma altura tanto en decibelios como en calidad (excepto quizá los tenores). Se puede afirmar, por tanto, que el miedo al "bolo" por parte de coro y orquesta, queda olvidado.

En el reparto sólo destacó la Senta de Ricarda Merbeth, voz de rango lírico, bien emitida en la zona alta y capaz de correr con solvencia por el teatro. Durante la noche fue mejorando en las dinámicas suaves, que en sus primeras intervencios fueron de afinación dudosa . Desde el punto de vista expresivo cantó con buena línea y con cierta idea de destacar el aspecto alucinado del personaje. Su interpretación debería ir creciendo con el tiempo si fuera capaz de profundizar en la poética y eliminar los clisés (entre ellos, una gesticulación que recordaba a las actrices del cine mudo).

Por desgracia el papel titular no estuvo servido a la misma altura. Samuel Youn, barítono de voz discreta, un poco fibrosa y sin interés tímbrico, estuvo correcto y musical en el citado dúo, donde la expresión lírica le conviene y cantó con linea plausible, incluso con matices dinámicos. Sin embargo, en el gran monólogo del primer acto la escritura le resultó ardua, no impresionó en ningún momento y su expresión fue genérica. En resumen, no existió un protagonista con relieve trágico que contribuyese a situar en segundo plano las irregularidades de "Der fliegende Holländer", una ópera en la que lo accesorio se justifica por la grandeza de este personaje.

Selig tiene voz de bajo, robusta además, y resulta simpático dentro de una forma de cantar un poco basta. También hay que decir que musicalmente Daland es de interés limitado.

Michael König no merece mucho espacio: una de las peores cosas jamás escuchadas. Una voz de Parpignol emitida de forma infame, que no corre en absoluto y casi mejor que así sea, después de escuchar algunos de los agudos desembuchados en el último acto. En su corto pero lucido papel incluso un tenorino como Bruns demostró tener mayor interés; feble pero agradable.
 
Por último, se apunta que el teatro estaba lejos del lleno, lo que unido al balance artístico arroja sombras sobre el éxito de la noche inaugural de este festival wagneriano...

20/5/12

Digresiones sobre la muerte de Dietrich Fischer-Dieskau

El pasado viernes desaparecía uno de los pocos cantantes de los que se puede decir que cambiaron para siempre su arte. De los nuevos caminos que Dietrich Fischer-Dieskau abrió en la interpretación del Lied podría escribirse un libro: quizá el mismo tendría un epílogo amargo, dados los malentendidos que sus seguidores, alumnos e imitadores han perpetuado.

Los comienzos de la carrera de Fischer-Dieskau se sitúan en las ruinas de Alemania: en tal contexto de locura y desolación, la racionalidad extrema de su arte se presenta como una vindicación de la belleza e incluso de la misma civilización europea. Tampoco se puede decir esto de muchos cantantes: aun menos si pensamos en los derroteros que en los años 50 tomaron las cuerdas masculinas.

Su actividad contribuyó a establecer un nuevo paradigma de cantante que ya nunca más podría dejar de ser también y antes que nada, músico. También su relación con el estudio de grabación fue simbólica de los nuevos tiempos: el disco como diario sonoro, como registro casi continuo de la evolución del artista. También de su progresiva pérdida de espontaneidad y una ambición enciclopédica.

Quizá no sea el momento de desarrollar estos pensamientos sueltos. Quizá ese momento nunca llegue. Entre tanto proponemos la siguiente audición. Un "Dichterliebe" recogido en el "Concert of the Century" en el que un cantante que ya había pasado su mejor forma vocal (en "Ich grolle nicht" acaba prácticamente gritando) consuma una de las cimas de sutileza y profundidad de toda su carrera. A su lado, el genial y estimulante acompañamiento de Vladimir Horowitz.




5/4/12

Clásicos revisitados: Die Zauberflöte (Herbert von Karajan, 1950)

La plasmación en disco de La Flauta Mágica es una historia de falsos antagonismos. Si hoy el debate interpretativo se centra en si la Flauta es en sí la ópera prerromántica (y por prerromática quiere decirse preexcesiva) por la que históricamente se ha tenido, o si es, por el contrario, un cristalino trabajo posbarroco, como la “auténtica” escritura, orquestación, contexto, vocalidad, afinación y estilo parecen reivindicar (antagonismo, como dije, falsísimo), en las décadas precedentes el debate, no menos mendaz, fue muy diferente. Se trataba entonces de descubrir si La Flauta Mágica, esa historia con princesas raptadas, serpientes amenazantes, sabios, pruebas mortales, héroes y hombres vestidos de pájaro, era más un dulcísimo cuento de hadas (visión cuyo arquetipo discográfico había sido la “mágica” primera grabación de la partitura bajo la dirección de Thomas Beecham) o un monumento casi sacerdotal, teñido de claves masonas pero sin ser cautivo de las mismas, a recónditos y profundísimos significados universales de solidaridad entre los hombres e “iniciación” en la Virtud universal, tal y como entendieron la obra, paradigmáticamente, Wilhelm Furtwängler y, sobre todo, Otto Klemperer.

Nuevamente, el antagonismo no es sincero. Porque no cabe duda de que en una ópera como La Flauta Mágica, ese singspiel sobre princesas raptadas, sacerdotes, héroes, filosofía, serpientes amenazantes, claves masonas, hombres vestidos de pájaro y hermandad universal, hay algo de todo ello, y el talento consiste en sintetizar esos elementos para expresar una tesis propia. En el fondo, preguntarse si la Flauta trata más sobre Tamino que sobre Papageno es como querer saber si Ariadne auf Naxos es una obra “de Ariadne” o “de Zerbinetta”, o si aquel genial dramma giocoso, como bautizó Mozart a su Don Giovanni, es más dramma o más giocoso (y no nos engañemos: todos esos debates han existido). La perspectiva de la discografía comparada debe, pues, permitirnos acceder a la iridiscencia interpretativa (y mucho más en La Flauta Mágica) sin ser rehenes de dogmas ni lecturas platónicas.

Sin embargo, y por improcedente que nos resulte la distinción a los ojos actuales, la crítica discográfica “clásica” no sólo ha distinguido las lecturas, por decirlo así, “papagenistas” de las “taministas” de esta ópera, sino que ha mostrado, además, una notoria preferencia intelectual por esta segunda perspectiva, que ha sido empleada para afirmar, en primer lugar, lo errado de considerar la música de Mozart como un mero divertimento para aristócratas (como si hiciera falta encontrar significados secretos a la música tan espontáneamente genial como la del salzburgués para advertir esa citada genialidad), pero sobre todo, para emparentarlo con la música germánica de los siglos venideros (confesadamente con Beethoven o Weber, y quizá, en algún lugar de su subconsciente, con Wagner, Mahler o incluso Bruckner). Y así, a las batutas que realzaban el elemento mágico, fabuloso, de la obra, por muy bien cantadas y dirigidas que hayan estado, se les ha reprochado haber escogido el camino “fácil”, el haber contado “únicamente” el cuento de hadas.

Por ello, la lectura de Herbert von Karajan para EMI en 1950 se revela, casi de forma involuntaria, de una modernidad sorprendente. Sorprendente, en primer lugar, hacía sí misma, pues buena parte del equipo vocal (fundamentalmente femenino) responde a dejes expresivos y estilísticos embelesadores, sí, pero bastante decadentes (aparte de que la toma sonora, siendo más que aceptable, no deja de recordarnos de que se trata de una grabación mono de 1950). Pero Karajan (que sin duda ha estudiado bien la grabación de Beecham, y que sin duda no conoce la de Klemperer, que se hará 13 años después), apoyado en la espléndida respuesta de la Filarmónica de Viena, opta por contar el relato con encanto y entusiasmo, pero sin apretar, permitiendo que la fábula aparentemente inofensiva “respire” y sugiera sus propios significados sin llegar a enfatizar ninguno. Así, Karajan resulta menos edulcorado (e incluso podría decirse que menos previsible) que Beecham, y por descontado, menos solemne que Klemperer y Furt (cuya visión muy probablemente conoció -en la época de la grabación era Furtwängler que dirigía prácticamente al mismo cast en Salzburgo, de lo que nos ha llegado un testimonio en vivo- y del que no es descabellado pensar que quisiera diferenciarse), pero indudablemente personal, basado en un lirismo que equilibra muy bien el empuje con el sosiego, con una enorme dulzura y amor por esta música y una fluidez narrativa en el umbral de la magia. Desde el albor de la discografía de la obra, Karajan demuestra así que la contradicción intríseca e inconciliable, la dicotomía nuclear vista por la crítica en esta ópera, carecía de fundamento.

El cast responde satisfactoriamente. Nunca la complementariedad entre Tamino y Papageno ha estado tan bien descrita mediante el fraseo de los cantantes como en el caso de Anton Dermota y Erich Kunz. Ambos cantantes responden así a un mismo universo prosódico que prima el sentido de la palabra y de la frase (más palabra en el caso de Kunz, más frase en el de Dermota) por encima de la mera ejecución musical. El impresionante talento de Dermota para crear los más variados claroscuros lo inscribe directamente en la cumbre de Taminos mitológicos, sin la luz vocal de Wunderlich ni la dulzura de Simoneau, pero con una pericia única en el “decir cantando” que constituye su sello personal. Kunz es un pajarero de insólita elegancia, con una articulación portentosa y un gusto por el detalle vedaderamente exquisito. También Ludwig Weber hace con el fraseo, algo menos imaginativo que el de sus colegas, lo que la voz comienza a no poder hacer (la desigualdad de registros pasa de lo llamativo), mientras que el voluminoso Orador de George London impone casi más que Sarastro. Únicamente Peter Klein resulta indiferente en un Monostatos artesanal.

No andan tan bien las cosas entre las voces femeninas. La mejor de todas es Irmgaard Seefried, gran conocedora de la parte, radiante, joven y expresiva, con un encanto que compensa la relativa modestia del instrumento y la exagerada fijeza de los agudos. Fijeza a la que tampoco es ajena Sena Jurinac (algunos agudos en piano son de existencia dudosa), que comanda un trío de damas no especialmente afortunado. Tampoco lo es en exceso el trío de niños, tres mujeres que han recibido la orden clara de limitar su vibrato natural y asemejarse lo más posible a unas voces blancas. El esfuerzo, sin duda, es loable, pero el resultado tiene algo de impostado que le resta magia a la maravillosa música de estos personajes. Y Wilma Lipp, estimada Reina en su momento por su capacidad de hacer de hacer frente a la escritura estratosférica del papel, no destaca por su habilidad técnica: la emisión no siempre es estable y la coloratura es bastante aproximada, además de que su voz de ligera y su falta de intensidad en el fraseo superficializan el retrato de la Reina. Al menos Emmy Loose, al despojarse de su papel de Primer Niño, se lo pasa bomba cantando con Erich Kunz el dúo de Papageno y Papagena.

En síntesis, un disco de los de siempre al que, si se vuelve sin prejuicios, es capaz de encontrársele nuevos y sugerentes perfiles, mucho más actuales de lo que se pudiera pensar, además de un buen puñado de artistas del canto mozartiano de otrora, dueños de unas personalidades musicales hoy muy difíciles de encontrar.

19/2/12

Brahms, siempre Brahms

Pocas razones existen, como no sean las programáticas, que justifiquen la presencia en concierto de la Obertura de la música incidental de "Turandot" de Carl Maria von Weber. Se trata de una aburrida y repetitiva pieza de escasísimo valor que no hay forma de hacer interesante. A continuación Guschlbauer dirigió un pulcro pero poco inspirado Concierto nº 23. Al piano, el interesante Javier Perianes, quien mostró más vuelo en el bellísimo Adagio, con expresivas dinámicas suaves. Sin embargo pareció un poco borroso en algunos momentos y su discurso da la impresión de discontinuidad, como si estuviera basado en impulsos de corto recorrido.
La segunda parte compensó la ligera monotonía con una ejecución más que respetable - sólo faltó algo de empaque en la última variación - de las "Haydn-Variationen". Esta magistral partitura representa la esencia de la música de Brahms: nunca igual a sí misma, tan pronto como surge ya distinta, en cambio permanente. La experiencia musical como símbolo de la percepción heraclitiana del mundo y de nuestra propia existencia: en el mismo instante ya nada es lo mismo. Pese a la pretensión de recuperar este espíritu inquieto, no hay ninguna profundidad en las Metamorfosis sinfónicas de Hindemith. Música estéril y aparatosa en la que para remate reaparece la machacona chinería de Weber. La orquesta, que en las partituras del S. XX está más cómoda, ofreció una interpretación sólida.