21/12/08

La discografía de Rigoletto (VIII)

La discografía de la ópera durante los años ochenta son testimonio de un nuevo y duradero hundimiento del canto verdiano, mientras declinaban los principales artistas de la década anterior y los nuevos parecían perder la base técnica imprescindible.

Philips (1984) Renato Bruson, Edita Gruberova, Neil Shicoff, Robert Lloyd, Brigitte Fassbaender. Orquesta y Coro de la Academia de Santa Cecilia, Giuseppe Sinopoli

En su década de máximo prestigio, mientras llegaban a su ocaso Cappuccilli y Milnes, Renato Bruson fue el Rigoletto de la primera edición filológica de la ópera. Esta circunstancia favoreció a sus medios de barítono lírico pues le eximía de las puntature de la tradición, temibles para una voz corta y descubierta en el agudo. Bruson es un protagonista alejado de alardes atléticos innecesarios pero también falto de la genuina energía electrizante del barítono dramático. Su principal virtud es un legato finísimo, prácticamente único desde los años 80 en adelante, que luce en los momentos lírico-patéticos. Menos notables son sus vocalizaciones (por ejemplo en “Veglia, o donna”) y la variedad dinámica y de colores, limitada por una mezzavoce un tanto fibrosa (pero musical) En la invectiva le falta la vena grandiosa victorhuguiana, quizá por la ausencia de metal, quizá por la esencia lírica de su articulación.

Edita Gruberová mejora su Gilda respecto de la edición fílmica para DG. Corrige la mayor parte de sus habituales ataques heterodoxos (es decir, con notas arrastradas) y canta las más de las veces sin los relamidos acentos que solía usar en el repertorio italiano. El esmalte de su timbre – dulce y delicado pero algo frío – conviene al personaje y su virtuosismo instrumental es sobresaliente. Sin embargo, su fraseo es irritante al comienzo de “Tutte le feste”, existen varias notas planas a las que va dando vibrato de forma artificiosa en “Piangi, fanciulla” y no se entiende qué pretendió camuflando su voz tras una cortina de estertores grotescos en la escena final.

Neil Shicoff no tiene a favor un timbre ni atractivo ni personal, pero canta con gran corrección y ateniéndose a lo escrito. En sus mejores momentos (“È il sol dell’anima”; “Parmi veder”) consigue que se perdonen las medias voces destimbradas y el agudo abierto. En los peores sostiene la tesitura fatigosamente (el Cuarteto) e incomoda por una dicción discreta (la Balada). Su mayor problema es la falta del genuino abandono tenoril y de verdadera personalidad.

Tanto Lloyd como Fassbaender cantan decentemente, pero parecen fuera de su terreno, particularmente enfática la segunda.

Sinopoli protagoniza la grabación al diseccionar la partitura y reconstruirla con la frialdad de un cirujano. A veces el resultado ofrece nuevos colores y perspectivas de músicas trilladas pero muy a menudo es una subversión caprichosa y arbitraria. Parece olvidar que no se trata sólo de que se escuche todo, sino de distinguir la importancia de los distintos planos que existen. Por ello no se puede seguir sin irritación como el solo de chelo del dúo Sparafucile-Rigoletto acaba por perder importancia a favor de los sencillos acordes de su bajo, o la absurda caja de música que acompaña la coda de “Caro nome”. Los tempi de las transiciones son letárgicos, como intentando extraer algo novedoso a toda costa hasta del último compás. También resultan monótonos en los dúos de padre e hija y ponen al límite a Bruson en su cantabile “Ebben, io piango”. La furia filológica de Sinopoli elimina las tradiciones más absurdas pero también aquéllas que forman parte del acervo musical de “Rigoletto”: el si natural de “La donna è mobile” es el caso paradigmático. Sin embargo permite que Bruson omita los trinos en el primer Cuadro o Gruberová cante en staccato un pasaje de “Caro nome” que está indicado legato.


Decca (1989) Leo Nucci, June Anderson, Luciano Pavarotti, Nicolai Ghiaurov, Shirley Verrett. Orquesta y Coro del Teatro Comunale di Bologna, Riccardo Chailly

Leo Nucci ha sido el principal Rigoletto de las últimas décadas, llegando recientemente a las cuatrocientas representaciones de esta ópera. La medida en que esto refleja la decadencia de la cuerda de barítono se puede comprobar en este registro de Decca. Sobrio y ligero en el primer Cuadro (donde incluso trina al parodiar a Monterone) no logra convencer sin embargo en su monólogo “Pari siamo”, pues ignora los importantes claroscuros que deben interiorizar la furia del personaje. Tampoco en los dúos con Gilda, donde su emisión muscular le impide emitir medias voces ligeras y timbradas, en su caso descoloridas y sofocadas. También las notas breves le causan problemas. En realidad Nucci se confía casi exclusivamente a una dicción incisiva y una buena variedad de acentos propios del actor cantante que siempre ha sido. Logra momentos electrizantes en la Invectiva, pero la falta de verdaderas sfumature y modulaciones hace que en “Miei signori, perdono” resulte pobre de intenciones y resultados. En otras ocasiones, su extraño timbre, gutural en el grave y escasamente sonoro en el registro medio, no termina de llenar las amplias melodías del papel (“Non morir, mio tesoro”)

June Anderson es una Gilda de radiante voz, quizá no todo lo timbrada que debería en el agudo, pero trina con claridad y su acentuación es emotiva.

En su segunda grabación del papel, Pavarotti deja sentir claramente el declive inevitable tras una década llena de excesos. El timbre presenta inflexiones espurias, pierde plenitud en el agudo y las notas de paso tienden sonar descubiertas o rozadas. Afortunadamente Chailly logró arrancarlo en parte del conformismo y la falta de gusto que le aquejaban en esos años, los rasgos de su verdadero declive por entonces. La Balada es ligera y elegante; vuelve a estar seductor en el minuetto, quizá motivado por la presencia de Anna-Caterina Antonacci. Se muestra precipitado al sostener las grandes frases de “È il sol dell’anima” y “Parmi veder”, pero logra un estupendo recitativo “Ella mi fu rapita”. Su peor momento es sin duda la cabaletta, donde suena igualmente forzado en ambos extremos y cae en una acentuación vulgar. Su fraseo sigue conservando encanto en el Acto III a pesar de los problemas audibles en el Cuarteto. Los agudos al final de "Possente amor" y "Addio, addio", claramente añadidos durante la edición del registro, hablan de poca honestidad y hacen que el oyente esté menos dispuesto a disculpar los comprensibles signos de cansancio.

Ghiaurov y Verrett cantan con personalidad, pero el ocaso de ambos es más evidente aun que el de Pavarotti.

Estupenda dirección de Chailly, no novedosa pero sí presidida por la cantabilidad y la elegancia. En ese sentido opuesta a Sinopoli, pues ofrece una versión de la tradición limpiando los añadidos discutibles. Sin embargo deja a los cantantes un tanto a su aire, en particular a Nucci.


Con esto se pone punto y final a la discografía oficial, en tanto que las aportaciones de los años siguientes hasta la actualidad no han alcanzado siquiera niveles dignos. Las siguientes entradas las destinaré a cubrir las ausencias dejadas por el estudio de grabación.

"Kát'a Kabanová", nuevo acierto del Real


Pocas veces una serie de funciones del Teatro Real habrá sido recibida con tan unánime entusiasmo: los comentarios en los foros y prensa están siendo enormemente elogiosos y por tanto mis expectativas el pasado día 20 de diciembre era altísimas. No hubo decepción.

Magnífica noche de ópera, en mi opinión no tanto porque cantantes, orquesta o desarrollo escénico alcancen cotas excepcionales, sino porque todos estos aspectos, ciertamente a un nivel muy alto, se refuerzan entre sí creando una obra de arte total.

Hubo una estupenda protagonista con Karita Mattila, soprano versátil que a sus cuarenta y ocho años parece estar centrándose en estos papeles de cantante-actriz. La importante voz, de lírico-spinto, se hace algo áspera en el agudo, que siempre tendió al sonido fijo, pero aún es bien capaz de recoger el volumen en medias voces bellas, consiguiendo claroscuros y acentos emotivísimos donde correspondía. Memorable por ejemplo al confiarse a Varvara ("No puedo dormir, querida") En el apartado negativo hay que decir que en su confesión durante la tormenta se acercó demasiado al grito. Como actriz estuvo convincente y conmovedora, tanto por un físico que se conserva atractivo y juvenil, como por un comportamiento en escena que transmitía la naturaleza ensoñadora y frágil de esta mujer "a la que una brisa podría destrozar".

Muy bien la Varvara de Petrinsky, de voz fresca y actuación juguetona. Insignificantes los señores (quizá se salvaba un poco más Gordon Gietz como Kudriash) con un Boris mal de voz (Dvorský actuó indispuesto, según se anunció antes de la representación) que apenas pudo sostener los pocos pasajes exigentes de la escena de amor. Dalia Schaechter (Kabanicha) tampoco aportó detalles a la caracterización del odioso personaje, que pareció exclusiva de la orquesta.

Orquesta magníficamente guiada por Jiří Bělohlávek. Para darse cuenta de la afinidad que el director checo tiene con esta música sólo hubo que escuchar el pasaje donde Janáček comenta la entrada en escena de Kát'a: pocas veces se encuentra en el repertorio una mayor declaración de afecto, de devoto amor, del autor hacia su criatura. Y Bělohlávek la ofreció con una orquesta que fue mórbida, cálida, conmovedora. Con la Kabanicha, en cambio, el sonido era áspero y helado. El Preludio también fue cautivador por el colorido y la variedad de estados de ánimo. Si acaso se puede reprochar una tormenta más sonora que aterradora y la falta de mordiente de los violines en la última perorata del destino (justo al final de la ópera).

Impresionante la producción de Robert Carsen, empezando por una coreografía estremecedora durante el Preludio. Hay que reconocer que el juego de las bailarinas, una imagen del alma de Kát'a desdoblada, se hizo un poco repetitivo a medida que avanzaba la función. Con un escenario desnudo - sólo cubierto por agua (el Volga) y un entablado de palés - Carsen se ha confiado a una dirección de actores de una teatralidad eficacísima y una iluminación que sin dejar de ser obvia y cinematográfica alcanzó efectos muy bellos, creando una sugestiva complicidad con la música y los reflejos del agua. Con estos elementos no hacen falta decorados, pues "Kát'a Kabanová" es una ópera que se desarrolla a nivel sicológico y tanto música como teatro reflejaron perfectamente la evolución del personaje.


Como reflexión sobre la ópera y el autor se me ocurrió que las pequeñas historias que rodean al argumento principal en Janáček - en este caso, los absurdos diálogos de Dijon - consiguen crear un contexto de cotidianidad tan ajena a los sentimientos de la protagonista que incorporan una perpectiva irónica y distanciada al lirismo de la partitura.


Nuevo acierto, pues, con Janáček, que el público recompensó con entusiasmo.

14/12/08

Los Peores (III): Ramón Vinay


Ramón Vinay empezó a cantar en la cuerda de barítono pero alguien le sugirió elegir entre "Una carrera normal de veinticinco años como barítono o una gran carrera de diez como tenor". Según parece, el cambio de tesitura no le suscitó ninguna otra reflexión. El instrumento que fabricó podía calificarse de acéfalo, en tanto que el paso hacia el extremo superior ignoraba cualquier tipo de recogimiento del sonido y consistía simplemente en una chapucera prolongación del registro medio baritonal. Naturalmente lo que resultaba era el típico timbre fibroso y opaco, carente del metal que uno asocia a un tenor heroico, pero con la demagógica componente de esfuerzo que en los años 50 pasaba por "dramática" y "verosímil". En sus grabaciones uno escucha, simplemente, al típico cantante verista que abomba a toda costa el centro para obtener más volumen y expulsa grandes cantidades de aire con escaso valor musical.

La falsilla del actor-cantante consagrado por el verismo la rellenó nuestro hombre con el repertorio habitual de sollozos que sustituían la verdadera mezzavoce (es angustioso el conato de asfixia que se le percibe cuando intentaba cantar piano), la dicción estentórea y distorsionada a falta de verdadero legato y la intolerable falta de mesura de quien practica una entrega al límite en cualquier situación, lo requiera o no.

Vinay completó su carrera de un modo más bien oscuro durante los años 60, una vez la falta de técnica se hubo cobrado su prevaricada extensión de tenor y debió regresar a la cuerda de barítono. De los derroteros de su actividad artística son muestra una demencial aparición - ¿habrá registro? - como Dottore Bartolo en el MET (1966) y el triste epílogo (ya en teoría retirado) de un inenarrable Gran Inquisidor en la Severance Hall de Cleveland (1971)

Lo cierto es que el hecho haber protagonizado la grabación de "Otello" de Toscanini le sigue proporcionando prestigio a Vinay. Un prestigio que tiende a evaporarse al escuchar este registro, catálogo de las limitaciones y cambalaches del cantante y paradigma de la escuela que reduce al complejo personaje a un montón vociferante de vísceras. Sobre la elección del maestrissimo se pronunciaba el siempre malévolo Lauri-Volpi: "Toscanini era así. Si era necesario hacía cantar hasta a las piedras. Y las piedras, bajo su dirección, cantaban. Y cantaban bien. Pero cuando él se ausentaba, aquellas piedras volvían a ser a menudo insensibles piedras". El paso por Bayreuth también le ha proporcionado cierto crédito como Heldentenor. En "Conversations with von Karajan", Richard Osborne saca a colación el Tristán que cantó allí en 1952 bajo la dirección del salzburgués. El Maestro despacha la cuestión de forma lapidaria: "Vickers era mucho mejor".

9/12/08

Los Peores (II): Theo Adam



Hay cantantes que simbolizan la sensibilidad y el nivel artístico de su época. Theo Adam debutó en Bayreuth en 1952, pero tardó una década larga en encabezar un reparto en el Festival. Para ello tuvieron que llegar el declive del gran Hans Hotter y los prematuros problemas de salud de George London. Durante esos primeros años cantó papeles de bajo (Pogner, Fasolt, Titurel) pero su afirmación llegó con Wotan, Wanderer y Hans Sachs, ya de la cuerda de Bassbariton. A decir verdad Adam no tenía voz ni de una cosa ni de la otra: un timbre extrañamente amorfo, monocorde en toda su extensión, de agudos fibrosos, inexpresivamente opaco cuando intentaba cantar piano y fuertemente gutural en sus registro central y grave. El mejor resumen que se puede hacer de Adam como cantante es que era tan tosco como su propia voz, cuyas únicas virtudes reseñables eran la robustez y la fiabilidad de un tractor. En su artículo "Steccopoli" ("La grana della voce") Rodolfo Celletti escribió: "Los buenos cantantes están más expuestos a los gallos que los ladradores". Quizá sea exagerado llamar "perro" al bueno de Adam, pero es un ejemplo perfecto de cantante que no fallaba nunca - es decir, no galleaba, no se quedaba sin voz, daba todas las notas - pero tampoco hacía nada trascendente, poético o inolvidable para compensar la ingratísima heterodoxia de su voz. Tanto es así, se podría decir en son de broma, que incluso buena parte de la afición wagneriana se ha dado cuenta. Actualmente, eso sí, su seguridad le bastaría para salir bajo palio de cualquier teatro.

Fueron varios los grandes directores que apenas consiguieron moldear el informe material vocal y musical, que siempre seguía siendo él mismo y nadie en particular. Ni siquiera Herbert von Karajan pudo integrarlo en el concepto general de su grabación - afectuoso, lírico, efusivo - de "Die Meistersinger" y hay que sufrir un Sachs cuya plebeyez queda aun más resaltada por el noble y bellísimo acompañamiento. En realidad las veces que Adam salía de su anonimato expresivo eran para ser un truculento y ordinario actor-cantante. Así que casi hay que quedarse con el monótono emisor de sonidos infaliblemente - inexpresivos.

Dedico esta entrada al forero Sharpless, un sufrido admirador de Theo Adam al que considera afectuosamente algo así como el "primo torpe de Hotter". Puede quedárselo todo para usted, compañero.

27/11/08

Una "Heroica" radiante en años oscuros



Recientemente el duende Alberich nos aseguraba que para encontrar el mejor Beethoven que nunca grabó Herbert von Karajan había que retroceder hasta 1944. A punto de acabar la Guerra, a sus 36 años, el artista dejaba testimonio de un momento crucial en el desarrollo de su personalidad.

Aquí se escucha al director impetuoso y pletórico de energía (das Wunder Karajan), capaz de ofrecer una feliz síntesis entre el puntillismo rítmico de Toscanini y la amplitud de fraseo de la escuela alemana, limando las aristas de aquél y ofreciendo una "moderna" versión de esta última. Karajan escoge tempi moderadamente rápidos y se mantiene por supuesto alejado del rubato furtwängleriano. En su sonido ya se percibe la preferencia por las voces superiores: violines incandescentes y metales fulgurantes luchan sin interrupción por arrojar luz en cada rincón de la partitura (escúchese la última afirmación del motivo principal del Finale - Prometeo alumbrando la conciencia del hombre). Pero esto no significa que Karajan descuide unas maderas sonoras y bien empastadas o que se oculte la riqueza de las voces intermedias. Sólo hay que escuchar el fugato de la "Marcha fúnebre". Se trata más bien de un lucha goethiana por imponer la luz a la oscuridad. Un rasgo más de este sonido llama la atención y es su relativa aspereza: a mi juicio es muy expresiva y me parece preferible (en Beethoven) a las texturas pulidísimas que con los años extraería - como un orfebre - de las orquestas berlinesa y vienesa. Por supuesto, no es el granito de Klemperer, pero en Karajan resulta llamativo. Si bien no es la belleza por tanto una virtud del timbre de la Preussische Staatskapelle de Berlín, hay que decir que la energía y precisión de los ataques (subrayados por una potente percusión) y la nitidez de las transiciones son de primera clase. En el desarrollo del primer tiempo se tiene la impresión de que la música está siendo forjada al rojo vivo. Atención al arrasador virtuosismo de la cuerda al atacar la sección central del Finale. Una magnífica interpretación a la que sólo le reprocharía que en la coda del "Allegro con brio" las trompetas comiencen casi en fortissimo, cuando el único que hay escrito está casi al final.

La bondad de la grabación es tal que apenas puede creerse la fecha en que fue realizada.

Le agradezco a Lord Illingworth - que esta vez tuvo que darle la razón a Herr Alberich - el haber proporcionado el enlace.

La "Heroica" es una de mis músicas imprescindibles, de las que más me obsesionan. Ofrezco esta versión especialmente para agradeceros que esta casa acaba de llegar a las cien mil visitas hace unos días.

Sinfonía nº 3 en mi bemol mayor, Op. 55 "Eroica" (Herbert von Karajan)

22/11/08

"Oh, de' verd'anni miei"

El Emperador Carlos, el antagonista de la ópera "Ernani", es uno de los más bellos papeles escritos por Verdi para barítono. En realidad hasta entonces no se había compuesto nada para esta cuerda de semejantes nobleza y grandiosidad. Antonio Superchi, creador del papel, nació (1813) y murió (1893) en Parma, por tanto era estricto coetáneo y coterráneo de Verdi. Hasta entonces había cantado los más importantes papeles de Donizetti, Mercadante y Bellini, en algunos casos como bajo cantante. A partir de Ernani su repertorio incluye no sólo Nabucco, sino los posteriores Foscari, Ezio, Miller y Rigoletto. Se retiró en 1854. Fue uno de los más importantes barítonos de la primera mitad del S. XIX. Superchi cantó bastante en España.

Superchi fue muy elogiado tanto en el viejo repertorio como en el nuevo. Al margen de las puntature añadidas posteriormente, la elevada escritura de "Vieni meco" o el aria "O, de' verd'anni" dejan adivinar que Superchi había de poseer una voz fácil en el agudo, casi tenoril, basada en una una emisión fluida y relajada. Verdi debió aprovechar esta capacidad para la caracterización noble del personaje, también reflejada en la galantería de "Da quel dì". Todas las páginas citadas exigen un canto a flor de labios impecable, sin tensiones, además de cuidados adornos. Sin embargo el personaje tiene una vena imperiosa no menos exigente: "Oh, de' verd'anni miei" concluye en una grandiosa exaltación, "Lo vedremo veglio audace" es rica en acentos heroicos; hay abundantes indicaciones "con forza" y "marcato" dentro de frases enormes ascendentes en ambas arias. Además hay que tener en cuenta la idealización del monarca que sublima sus sentimientos; luego hablamos de un personaje áulico, no de un hombre común dominado por bajas pasiones. Por tanto es necesaria una voz amplia y rotunda, pero capaz de aligerarse, y un cantante que domine el estilo grandioso tanto como los acentos líricos. Es decir, la esencia del barítono dramático verdiano.

Pasamos a las audiciones.


Mattia Battistini (Contigliano, 1856 – Colle Baccaro, 1928) el llamado "Re dei baritoni e baritono dei re", representa el ejemplo más resplandeciente de cantante áulico del S. XIX. Nacido en una familia rica e influyente, Battistini vivió como un príncipe toda su carrera. Adorado por las monarquías europeas, colmado de honores y riqueza, en sus giras tenía una verdadera corte comparable a la de un Rey. De hecho cantó en Rusia veintitrés temporadas (desde 1892), llegando a trabar amistad primero con el Zar Alejandro III y luego con Nicolás II. Su influencia (y la del tenor Masini) creó una escuela de canto en Rusia destruida durante el estalinismo. El canto de Battistini fue un reflejo de su personalidad de cantante de la nobleza. Fue uno de los últimos valedores del canto decimonónico puro, basado en el belcanto, cuyos preceptos llevó a los papeles verdianos. Las grabaciones que se han preservado muestran al cantante con 50 años cumplidos, por tanto no en plenitud, pero hay que recordar que cantó hasta los años 20 con dignidad. A pesar del sonido (grabación acústica) se aprecia la personalidad de una voz peculiar: timbre claro, casi de tenor, de cierta debilidad en el grave, centro amplio pero ligero y agudo fácil y pleno. Destaca la absoluta igualdad de registros, que junto a la amplitud de alientos (administrados con la libertad habitual entonces) permitían un legato pulidísimo, auténtica referencia. Todo ello nos permite hacernos una idea de cómo sonaban los barítonos para los que escribió Verdi, entre ellos Superchi. También su estilo nos transporta en el tiempo, llegando a sonar anticuado o arbitrario a un oyente acostumbrado a los seguidores de Ruffo: los Bastianini, Protti, Cappuccilli, etc. Hay que escucharlo como muestra de una forma de cantar de otra época, más refinada, estilizada, contenida.

En la gran aria de Carlos del Acto III, Battistini frasea con gran amplitud pero sin cargar la voz como escucharemos a Ruffo. Es de destacar como canta las notas breves ("Miei", "Credei") con esa ligereza casi galante completamente perdida hoy en las cuerdas graves. Podemos imaginarnos el squillo con que esa voz se expandiría en el teatro al atacar la imaginativa fermata ("Il nome mio")

Oh, de'verd'anni miei (Battistini)



Titta Ruffo, la voce del leone, significó para la cuerda lo que Caruso para los tenores: una revolución vocal y expresiva, además de un modelo que se imitó sin éxito. Con Ruffo las sutilezas y elegancia del belcanto cedieron ante la espontaneidad y la potencia; el fuoco verdiano fue sustituido por la pasión y la sensualidad; la glorificación de la melodía fue esculpida por el ímpetu declamatorio. Es decir, fueron los cantantes que simbolizaron la irrupción de la Nuova Scuola verista. No es que Ruffo careciera de las virtudes de la escuela tradicional: su técnica era solvente, su legato muy pulido, sabía cantar con una media voz canónica. Sin embargo su voz alteró los paradigmas baritonales vigentes: su timbre grueso y voluminoso, resonante, de un metal bruñido y oscuro en el centro, era lo opuesto a los sonidos claros y ligeros de Battistini. Su resolución del agudo era atronadora, brillantísima incluso hasta el la natural. Curiosamente, el grave era el punto débil de su voz. Con estos medios a su disposición, Ruffo prefirió la extroversión y el lucimiento a la elegancia belcantista, buscando siempre la verdad dramática en vez de la estilización. También su vida fue la opuesta a la de Battistini, pues Ruffo nació en la pobreza, llegando a ser paradigma de cantante del pueblo tanto como Caruso.

Escuchando sólo su “Gran Dio!”, entendemos lo que supuso la voz de Ruffo. Potentísima y suntuosa, de un volumen que todas las crónicas recuerdan inmenso, no estaba hecha para caracolear en los adornos de “O de’verd’anni miei”. En toda la página hay una impaciencia arrolladora, como si quisiera devorarla. La voluntad de impactar se revela en los ataques a las notas agudas, siempre al máximo y sostenidas al límite (como en el caso del final) Nótese la falta de rotundidad del grave en el recitativo.

Oh, de' verd'anni miei (Ruffo)



Riccardo Stracciari (1875-1955) era una verdadera voz de barítono dramático: amplia y potente, dotada de hermoso timbre claro y penetrante. Sin embargo su escuela era la clásica, lo que en su tiempo le valió la acusación de frialdad. Su inmensa clase se demuestra en esta aria, donde la voz crece y decrece con una facilidad absoluta, perfectamente apoyada sul fiato; los adornos de la página surgen con voz ligera pero sonora; el legato es inquebrantable. No pueden dejar de destacarse los agudos, sobre todo el la bemol que cierra el aria, atacado con arrogancia, desahogo y squillo casi de tenor. En resumen, la esencia del canto verdiano: una voz poderosa, perfectamente homogénea del agudo al grave, plegada a los preceptos del belcanto.

Oh, de' verd'anni miei (Stracciari)

Giuseppe di Luca (1876-1950) poseía una bella voz de barítono nobile que gracias a su inteligencia y dominio técnico le sirvió para cometidos más dramáticos de lo que le habrían correspondido. En su interpretación del aria encontramos las pequeñas limitaciones de su instrumento en los extremos, particularmente los agudos ligeramente abiertos, pero siempre musicales. Quizá el mayor dicitore de todos los citados, es fascinante la nitidez de su dicción, la perfecta articulación del texto, el matiz siempre personal de su fraseo (“Il nome vostro piomba”)

Oh, de verd'anni miei (De Luca)

Giuseppe Danise (1883-1963) no ha gozado de la fama de los anteriores, aunque su arte alcanzó cotas similares. Para más detalles sobre su carrera, se puede consultar aquí. Esta interpretación de su madurez le muestra con una voz que linda la de barítono bajo, de timbre oscuro y potente, siguiendo la estela de Ruffo en su fraseo amplio y heroico. En el recitativo consigue claroscuros muy expresivos (“Che siete voi”) mientras en el aria quizá cante con una voz demasiado plena, magníficamente emitida en toda la gama, desde luego.

Oh, de' verd'anni miei (Danise)

Carlo Tagliabue (1898-1978), epígono del barítono italiano, fue una voz de barítono nobile timbradísima en el agudo y más débil en el grave. No se escucha aquí al mejor Tagliabue, algo incómodo en los adornos de la página, cantada en uniforme plena voz excepto el bello diminuendo de "Ah, della virtù...". Sin embargo ahí están las señas de la vieja escuela ("uno de los ultimísimos", según Celletti) en una voz sonora y mórbida en toda su extensión, impecablemente emitida.

Oh, de' verd'anni miei (Tagliabue)



El aria del Acto III en la voz de Cornell MacNeil es uno de los grandes momentos verdianos del siglo pasado. A pesar de que aprendió muy tarde el italiano, MacNeil resuelve con autoridad el recitativo, gracias a una dicción privilegiada entre los cantantes americanos y la articulación esculpida con variedad. En el aria sortea con corrección los adornos, en algunos momentos incluso con ligereza. Pero el punto fuerte es la arrebatadora belleza del timbre, viril y acariciador al tiempo ("L'incanto ora disparve") o las enormes frases como "Ah, e vincitor dei secoli", donde la voz suena con una brillantez y facilidad insultantes. La fermata siempre permitió a MacNeil echar abajo los teatros, practicamente apropiándose de la función. La arrogancia del ataque al la bemol, si no squillante sí de enorme plenitud y brillo, suscita comparaciones con Stracciari.

Oh, de' verd'anni miei (MacNeil)


Os propongo encuesta sobre las audiciones.

20/11/08

El fin de la bohemia

"Por favor, no más homenajes como éste"

Se ha publicado este verano la enésima edición de "La Bohème", la más querida de las óperas de Giacomo Puccini (cuyo sesquicentenario se conmemora el 22 de diciembre). Un riesgo grande a estas alturas, cuando se ha dicho tanto en la discografía existente, que DG ha pretendido conjurar recurriendo a la pareja artística de moda. En realidad, esta grabación es la banda sonora de una película que se publicará en DVD en próximas fechas. Quien quiera conocer la ficha técnica completa, puede hacerlo aquí.

Anna Netrebko se ha convertido en una cantante cuya fama está empezando a jugar en contra de su arte, de manera que cada vez es más difícil hablar realmente de lo que importa: cómo canta. El timbre parece de lírica plena, la emisión no muestra vicios capitales, con una buena unión entre registros, sabe cantar legato y no muestra asperezas en la tesitura central de Mimì. Hasta ahora ha estado cantando papeles de lírica de agilidad; con mal criterio, ya que la voz es algo corta (por encima del do5 se endurece) y no es una precisamente una virtuosa. Para este papel no es necesaria una gran virtuosa, así que Netrebko canta con mucha mayor desenvoltura que en "I Puritani" o "Rigoletto". Su dicción - fundamental en Puccini - es buena, aunque no faltan pasajes donde acomoda algunas sílabas ("Sei il mio amor e tutta la mia vita") Otro pequeño hábito o truco que no se entiende es el de respirar en mitad de algunas frases, bien que sea con discreción ("Sono andati? Fingevo di dormire"). Parece difícil imaginarse a Mimì sin una voz dulce y mórbida, cualidades que no faltan en un timbre esmaltado y redondo, al que sólo se le puede achacar un empaste levemente gutural y la falta de squillo en el registro agudo, que suena un poco velado ("Il primo bacio dell'Aprile è mio")

Pasando a las claves de su interpretación, ya sea por afinidad electiva o por consciente emulación, Netrebko parece haber tenido demasiado presente el ejemplar registro de Mirella Freni y Herbert von Karajan (Decca, 1972). Al margen del parentesco del timbre (más nítido y cálido en la italiana) existe una coincidencia general en la intención de cada frase, llegando incluso a detalles como ciertos portamenti. Esto ha limitado el interés del fraseo de la rusa, pues siendo validísimo es como si la antecesora le hubiera marcado las coordenadas de las que no se puede salir. Aparte de que en realidad no exhibe - ni se la ha sugerido el director - la asombrosa gama de pianissimi, reguladores y claroscuros de Freni (escúchese el comienzo de su aria, al llegar a la ensoñadora "Di primavere"). Su media voz tiende a empañarse ("Senza rancor") y no se adelgaza más allá del mezzopiano (1).

Tras un primer Acto un poco monocromático, sobre todo en los diálogos, mejora mucho en el tercero, aquél que distingue a las protagonistas que pueden ser más que simplemente encantadoras y podrán expresar desesperación y el sentimento de amor desgraciado en el último. Netrebko se aprovecha aquí de un timbre que a pesar de los defectos apuntados no sólo es bello, sino expresivo por naturaleza y resulta emocionante en el dúo con Marcello (donde además canta con mayor implicación). El problema es la clásica placidez o conformidad de quien conoce las virtudes expresivas de su propia voz; esto crea una Mimì un poco abstraída, como idealizada, menos carnal de lo deseable: algo defendible musicalmente pero no demasiado pucciniano. Veamos la frase que culmina "Quando lieta uscì" (página notablemente defendida), la conmovedora "Come ricordo d'amor". Lo que escuchamos es un gran arco de sonido sedoso, muy bello - un poco falto de metal, todo hay que decirlo - pero sin el estremecimiento, aunque fuera reprimido, que exige este cri de coeur. Durante el cuarto Acto esta Mimì terminará por provocar reacciones opuestas: por un lado quienes sostengan que se ausenta del drama y canta con indiferencia absoluta. Por otro, los que aprecien la expresión ensimismada de un personaje casi irreal, etéreo, alejado del mundo ("Sono andati?"). Si sólo hubiese distinguido más entre dinámicas suaves...

Rolando Villazón suele hablar con sorna de "gimnastas de la voz" cuando se refiere a los cantantes preocupados por usar la técnica correcta. En la práctica es consecuente con esta actitud, pues no se sabe muy bien a qué ha dedicado su reciente parón de varios meses y vuelve en peores condiciones que nunca, cada vez más alejado de los fundamentos básicos de un cantante de ópera. No parece existir en su emisión más concepto técnico que la imitación (el más destructivo de los vicios que puede tener un cantante) e intenta obtener de cualquier forma un timbre oscuro y bruñido al estilo Domingo. Digo que lo intenta porque no consigue más que una caricatura de los resabios que aquejaban al modelo; impostación baja y gutural, cada vez más cavernosa y menos tenoril, tono opaco, abierto cuando no decididamente "indietro" (que se va hacia atrás) al ascender por el tramo fa-sol, extremo paupérrimo y nasal (no sólo en el do de su aria). No importa cuánto se busque: no se hallará un sólo pasaje donde Villazón brille y se expanda como se supone que ha de hacerlo una voz de tenor. Lo que sí abundan son los cambios de color: en cada sílaba y nota de la misma frase (en "Dunque è proprio finita" hay todo un muestrario). Diferente color entre registros pero siempre el mismo timbre seco, monocorde, apagado e inexpresivo (2). Una forma de cantar que apenas puede clasificarse como profesional. Por supuesto, la señal de una mala impostación nos lleva al sustento de todo: la dosificación del aire. Villazón, al fabricar su timbre en la garganta, no canta sul fiato y ha de empujar siempre el sonido: por eso suena forzado en todo momento.

Con estas bases (más bien falta de las mismas) no es extraño que cualquier frase amplia con una variación dinámica ("Talor dal mio forziere") resulte tremendamente irregular, no exista un ataque preciso a la primera nota y al salir de un sonido agudo se escuche una especie portamento que uno no sabe si es golpe de glotis o trémolo. No está claro si esto es un vicio que no puede controlar o si se trata de una elección con algún tipo de fin expresivo. Posiblemente ambas cosas, pues en general Villazón se afana, solloza y distorsiona las vocales para disimular la falta de modulaciones verdaderas. En realidad como intérprete tampoco pasa de una defectuosa imitación, pues su única baza es un entusiasmo pedestre, de reconocible raíz plácidostefaniana, aplicable a cualquier situación. Lo que resulta es un fraseo convulsivo, molestísimo, casi guiñolesco en el diálogo con Marcello del tercer Acto ("Già un'altra volta") y que parece una mala parodia de Domingo en el racconto ("Una terribil tosse") Por supuesto, en estas circunstancias, es difícil hablar siquiera de legato. Los ataques bruscos aparecen incluso cuando intenta cantar suavemente, síntoma de unas cuerdas vocales que sólo responden ya al esfuerzo. Y con todo, es posible que esto pase por una interpretación excitante para algunos oyentes poco informados. Por rescatar algo, diría que su fraseo parece válido al atacar "O soave fanciulla" y "O Mimì, tu più non torni", aunque la frase "Collo di neve" parece extraída con fórceps y la media voz se engola en ambos casos. De los sugestivos filados que de alguna manera era capaz de practicar hace un par de años, sólo queda el lastimoso lab de "Alla stagion dei fior" (tercer Acto), aquí una nota apretadísima y cortada más bien bruscamente.

Una vez más, lo vemos venir, sus partidarios rescatarán el viejo argumento de que los sonidos tienen menos valor que la emoción que producen. Ya sea por la respetable - cada cual que se emocione con lo que quiera - falta de un criterio desarrollado, ya sea por la necesidad de justificación de los fans beligerantes que tampoco tienen muy claras muchas cosas, pero de un poco sí que se dan cuenta (afición liceísta, ¡quien te haya conocido que te reconozca!) La realidad es que esta forma de sacrificar la ortodoxia a una supuesta verdad dramática tenía su sentido dentro del contexto de una época; los años 40 y 50, cuando la ola del verismo rompía en la costa del mal gusto. Actualmente el cantante que pretende hacerse perdonar su diletantismo con supuesto carisma y arrebato no sólo está fuera de época: es un viejo error mal imitado. Si aceptar la falta de refinamiento canoro significa que vuelva a haber voces o personalidades como las de di Stefano, Barbieri, Guelfi o el propio Domingo (que ya fue a contracorriente en los 70), podemos hablar del asunto. Si significa Villazón, nos retiramos del debate.

La Universal aprovecha el tirón de los protagonistas para promocionar su último producto, la soprano Nicole Cabell (quien ya grabó un disco para Decca) De nuevo hay que hablar de viejos tópicos pues lo que se ofrece es otra Musetta ligerísima, de voz bonita pero petulante, pálida y borrosa. Que un pintor parisino y bohemio pueda perder la cabeza por una Musetta de este tipo se antoja ciencia ficción.

El para mí desconocido Boaz Daniel canta un Marcello de rutina, como si fuera uno que pasaba por ahí y lo hubieran cogido a lazo, pero al lado de Villazón incluso parece el colmo de la urbanidad vocal.

En general, como se ve, el reparto se muestra poco competente en el fraseo, pero aun menos en el canto conversacional, es decir, los diálogos cantados. Uno se pregunta qué trabajo habrá realizado el director en este apartado, pero por lo menos que se le reconozca la coherencia, pues su orquesta, aparte de una lentitud enervante, tampoco aporta nada al relato. Si parecía imposible que a uno no le movieran un pelo músicas como el concertante del valse de Musetta, "Dunque è proprio finita" o la escena en que Mimì y Rodolfo se abrazan en el cuarto Acto, Bertrand de Billy demuestra lo contrario.

Por tanto estamos ante otro producto sustancialmente inútil (3). Mimì se murió y la bohemia languidece, pero de aburrimiento. Netrebko, si fuera capaz de salir del juego publicitario y la tontería en que está metida, se merecería otra Bohème con un Rodolfo menos indocumentado y un director que no se limitara a batir el tempo y la obligara a independizarse de la sombra de la Freni. Villazón suscitó expectación cuando apareció en la escena internacional hace pocos años; a mí mismo me pareció un cantante con muchas posibilidades, sobre todo poseedor de una energía que por lo menos hacía esperar mayor seriedad en la corrección de sus defectos. Por desgracia no ha dejado de ser ese amateur con talento, ya echado a perder. Me aburre apostar y no haré pronósticos sobre su carrera: lo único seguro es que cantará cada vez peor y yo no volveré a dedicarle más tiempo.


(1) Como ha notado con excesivo rigor la BBC music magazine: "Netrebko never seems to shape her voice to character. She dies at mezzo forte, not piano".
(2) En MusicalCriticism.com, Dominic McHugh comenta: "Villazon uses every colour available in his voice as a channel for his emotional commitment, which is never in question." Ignoro si es una muestra de humor inglés.
(3) Gramophone le ha concedido el Editor's Choice. En general la crítica anglosajona se ha mostrado entusiasmada con Villazón y escéptica hacia Netrebko. ¿Una epidemia de sordera?

9/11/08

Chill Out with Bellini

"Lo que hacen la mayoría de los cantantes de hoy es distorsionar. Cuanto más distorsionan, más populares son. Haces muchos discos y distorsionas más y más. Piensa en la pobre compañía discográfica que registra su Bohème número cuarenta y cuatro. Preferirá tener a alguien que suene diferente. Lo mismo ha llegado a la dirección. En vez de hacer lo que con claridad pide el compositor, el director lo distorsiona haciéndolo controvertido. ¡Y se convierte en un gran intérprete!"
(Cornell MacNeil) (*)


En los 90 Deutsche Grammophon prácticamente hacía de Herbert von Karajan uno de los fundadores de la música chill out con la serie "Adagio Karajan". Entonces no podíamos imaginar que las discográficas llevarían tan lejos este proceso de "crossover" como para presentar un producto diseñado bajo criterios tan salvajemente espurios como los de esta edición de "La Sonnanmbula".

La grabación sin embargo se ha publicitado con el ya manido argumento de la autenticidad. En este caso se ofrecían tres reclamos: ejecución según criterios "históricamente informados", el empleo de una edición crítica de la partitura y la referencia a una supuesta "versión Malibrán". En el excelente blog "Il Corriere della Grisi" se ofrecen las claves del asunto, que se resumen de esta forma:
  • Se bajan de tono los números de Elvino como tradicionalmente se había venido haciendo durante décadas. “Prendi, l’anel ti dono” y “Ah vorrei trovar parola”; “Son geloso del Zefiro errante”; “Tutto è sciolto” y “Ah perché non posso odiarti”. Como es sabido, la escritura que Bellini imaginó para Rubini se consideró impracticable ya en la época del estreno y los grandes interpretes del papel durante el S. XX siguieron fieles a los cambios de tonalidad. Ningún demérito para Flórez, si bien se pierde la oportunidad que su teórica plenitud de forma y las condiciones del estudio proporcionaban para hacer un registro histórico de verdad.
  • No existe una versión Malibrán, entendida ésta como una adaptación a la tesitura mezzosoprano. Simplemente se han eliminado las puntature al agudo para comodidad de Bartoli.
  • Además de la orquesta de instrumentos originales, se adopta un diapasón más bajo: la a 430 Hz, lo cual se percibe como un tercio de tono más grave que el diapasón habitual de 440 Hz. Esto tiene su importancia, puesto que en los números citados que se bajan de tono la diferencia que percibe el oído con respcto a las grabaciones anteriores es notable: la música pierde parte de la expresividad radiante que le daba la elevada escritura. Es conocido que durante el siglo XIX el diapasón cambiaba de una ciudad a otra, tanto por encima de los 440 como por debajo. Por tanto ésta no es una opción más auténtica que cualquier otra.

Pasamos a los detalles del registro; algunos resultan desconcertantes en el contexto de una grabación de ópera, de ahí que hayan producido no ya rechazo, sino mofa en muchos casos.

Pocas veces se habrá escuchado una grabación con un balance tan evidentemente manipulado. La cercanía de los micrófonos a los cantantes produce una desagradable sensación de artificialidad, pero además hace audibles multitud de siseos y chasquidos de la pronunciación de Bartoli (las consonantes palatales en particular). Y es que la presencia de su voz ha sido realzada incluso en pasajes donde no debería, causando un efecto molestísimo: el colmo, en el Concertante "D'un pensiero e d'un accento", donde sus intervenciones no permiten seguir la melodía principal que canta Elvino. Ignoro como habrá resultado la interpretación de Bartoli en un teatro, pero esta ayuda eléctronica no es buena señal: mientras a su voz la favorece, la de Flórez resulta perjudicada (como se intentará explicar)

La propia Bartoli ya había ofrecido un adelanto de este tipo de grabación con su disco "Maria": también fue un aviso ("Casta diva") de su particular visión de la música de Bellini y del absurdo mundo expresivo donde parece haberse instalado. En primer lugar han puesto a su disposición un director que le sirve tempi letárgicos, hasta el punto de que las diferencias entre arias y cabalette desaparecen. Con esta base, Bartoli despliega un canto que deja entrever a una cantante que sabe (o sabía) lo que es el legato, pero salpicado de pianissimi que son más bien susurros y canturreo inconexo (parecen carentes de apoyo real) ataques con suspiros, pequeños sollozos, grititos y una acentuación ridículamente afectada, más propia de un musical que del mundo estilizado del belcanto. Los gimoteos que inician "Ah, non credea mirarti" rozan la caricatura: las cosas mejoran y por un momento surgen frases ligadas, pero pronton irrumpen de nuevo los gemidos. Para completar el cuadro, Bartoli parece incapaz de vocalizar sin ayuda del golpe de glotis, con lo cual el mínimo embellicimiento termina por alterar la línea melódica. En los pasajes de agilidad, se entrega a un cloqueo mecánico que no tiene nada que ver con Bellini: con la excusa de la fidelidad a la partitura se han eliminado sus sobreagudos, pero en cada da capo introduce tal cantidad de rallentandi fuera de lugar y coloraturas ametralladas que acaba por dejar irreconocible la melodía. La arbitrariedad del rubato y un grosero descenso al grave de "Sovra il sen" compiten con el delirante catálogo de coloraturas gorjeadas (apenas se puede decir que correctamente impostadas) de "Ah, non giunge". Este furor acaba por convertir a Amina en una especie de histérica que se convulsiona y retuerce mientras el oyente no sabe si está escuchando un aria di tempesta händeliana o algo similar. Sin embargo, quizá el punto más bajo lo representa la burda parodia del habla durante el sueño en la "Escena del sonambulismo" del primer acto. Tremenda. En resumen, la lentitud exasperante, los rubati absurdos, la presencia agobiante de su voz en primer plano, la expresión trivial, el recurso a un canturreo ajeno a toda ortodoxia, vacían de sentido poético las largas melodías de Bellini y acaban por convertirlas en una especie de acompañamiento ideal para tomar mojitos en una terraza mientras se contempla la puesta de sol en Ibiza. Puro Chill out. Que una intérprete que ha demostrado poseer talento caiga tan bajo es una muestra extrema del proceso criticado proféticamente por MacNeil en la cita que encabeza estas notas.

En otro mundo expresivo, Flórez canta con un rigor estilístico que pone aun más en evidencia a Bartoli, pero no aparece en óptima forma. Su voz suena demasiado uniforme en la zona de paso al agudo, sin verdadera expansión según sube la tesitura (algo que me decepcionó en vivo y que en grabación sólo he percibido esta vez) En “Ah, vorrei trovar parola” se muestra muy prudente con los ataques al do agudo, como si los tuviera que preparar, no parece cómodo en absoluto y termina dejándose arrastrar por la monotonía. Tanto en este caso como en "Ah, perchè non posso odiarti", los tempi lentísimos lastran un fraseo que tampoco exhibe particular mordiente. La voz de Flórez está más cómoda en la coloratura rápida de Rossini que en las grandes arcadas melódicas, que piden un timbre más pleno y sonoro (por ejemplo en "Pasci il guardo") Además, para no perjudicar a Bartoli con la comparación, también se omiten los agudos tradicionales, que le habrían permitido lucirse un poco. Restan los números elegíacos, donde canta con gusto y legato pulidísimo pero con una gama un tanto limitada entre el forte y el mezzopiano, sin las ensoñadoras sfumature que contienen en potencia estas cantinelas ("Prendi, l'anel ti dono"). De alguna forma, la levedad del timbre limita mucho el efecto de los contrastes dinámicos. Su acentuación es afectuosa en los dúos, pero incluso en este papel resulta un poco fácil y sentimental, nunca vibrante o fervoroso. Su mejor momento es un mórbido y estilizado "Tutto è sciolto", que merecía un "Pasci il guardo" más excitante. En el Finale I, las sublimes frases que han de sobrevolar el Concertante apenas levantan el vuelo, coartadas por el balance de la grabación y el distanciamento de este Elvino. Seguramente el mejor en unas cuantas décadas, pero no completo; en parte, sin duda, perjudicado por un entorno adverso.

D'Arcangelo evidencia la posición gutural de su voz: en todo caso no canta mal, pero es monocorde porque no introduce verdaderas modulaciones.

Del trabajo de de Marchi poco hay que añadir: aburrido, carente de vuelo melódico, pesante donde debía ser vivaz, al servicio de los caprichos de Bartoli, incongruente en su limpieza de las tradicionales cadencias mientras tolera todo tipo de variaciones espurias.

Para concluir: un producto prefabricado para lucimiento de una diva en horas bajas, dejando de lado incompresiblemente a Flórez, que es quien podría haber hecho grande el registro. El disco parodiándose a sí mismo. Poco Bellini y mucha publicidad, mixtificación, consumismo, idolatría de hojalata, negocio, decadencia y, sobre todo, tontería, mucha tontería.

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(*) Great singers on great singing. (Jerome Hines. Doubleday & Company, Inc. Garden City, NY. 1981)


4/11/08

Los peores (I): Fernando Corena

Vamos a realizar un lúdico repaso a través de un grupo de cantantes que, habiendo disfrutado de prestigio durante su carrera o incluso manteniéndolo actualmente, sólo pueden desmoronarse cuando se los somete a una revisión seria.

El primero de ellos fue precisamente el "ganador" de una encuesta sobre el tema que propuse en un foro. Un clásico del malcanto que durante los años 50 y 60 parecía obligatorio en una de cada dos grabaciones que se producían y disfrutó de una larga y prestigiosa carrera teatral. Llegó a aparecer más de setecientas veces en el MET. Entre la crítica anglosajona incluso pasaba por ser el sucesor de Salvatore Baccaloni en los papeles de bajo bufo. En realidad, Fernando Corena encarnó el gran engaño según el cual no era posible cantar - no decimos ni siquiera cantar mediocremente - los papeles cómicos. Corena no se correspondía ni remotamente con el bajo cantante que existía a finales del S. XVIII y principios del XIX, cuando aún no se había definido claramente la cuerda de barítono. De hecho se trata simplemente una voz que ignoraba cualquier regla de la buena impostación, como si un señor cualquiera intentara imitar a un barítono poniendo voz gruesa y oscura. Es ocioso entonces hablar de igualdad entre registros, enmascaramiento del agudo, apoyo sobre el aliento y por tanto de la mínima cualidad que se le supone a un cantante de ópera: legato. Naturalmente no bastaba con esto y para crear la ilusión de una personalidad artística, Corena desplegaba en sus papeles cómicos un catálogo de bufonadas, falsetes, declamados, gigionate y ruidos variados que apenas pueden escucharse sin vergüenza ajena. Fue su "especialidad": mientras empezaba a arrancar el renacimiento del belcanto y entre las cuerdas femeninas aparecían Joan Sutherland, Beverly Sills, Leyla Gencer, Marilyn Horne, Teresa Berganza o Fiorenza Cossotto, el buen Corena era considerado ejemplar como Don Bartolo, Don Magnifico, Don Pasquale o Dulcamara.

Aún quedó algo de sentido común en el mundo y en la ópera seria su actividad sólo causó daños en los papeles de carácter o los comprimarios, que sometía al mismo proceso de demolición canora y dramática. Su presencia ha quedado registrada en varias grabaciones como un agujero negro de anticanto, llámese Melitone, Bonzo, Benoit o Monterone. Caso aparte fue un Leporello de antología de los horrores que lastra para siempre jamás varias ediciones de "Don Giovanni".

Sobre la edición Decca de "Tosca" (1962), escribió Rodolfo Celletti ("Il Teatro d'Opera in disco"): "El Sacristán de Corena es insoportable. Voz pérfida, ignorante de lo que es el canto; de hecho nunca canta ni por casualidad. Su gusto como intérprete es digno del gusto vocal: es decir, lo peor de lo peor de lo peor."

Un juicio que puede extenderse a toda su carrera.

Madamina, il camelo è questo



Hace un par de días una amable forera, en su bienintencionado empeño en hacerme escuchar grabaciones de cantantes actuales, me hizo llegar la primera pieza del reciente disco de Erwin Schrott.

Este joven uruguayo últimamente está de moda por su matrimonio con la diva mediática de estos días, Anna Netrebko. Nada más sabía de él, excepto que había causado buena impresión en Londres y Valencia con su Fígaro mozartiano.

Precisamente con Mozart se inicia este disco: la esquiva "Aria del catálogo" de Leporello. Apenas escuché unos veinte segundos de la interpretación. Los necesarios para asombrarme de que durante la edición del disco se hubiera dado por bueno el áfono ataque de la primerísima palabra del aria: una "Madamina" tan mal impostada como si el cantante tuviera carraspera de recién levantado. Una vez Schrott encontró su voz, también pude advertir que parecía tratarse del típico timbre de barítono engrosado por una posición decididamente baja. Luego he averiguado que en realidad Schrott pretende pasar por bajo cantante: de hecho en este disco Decca canta las arias de Felipe II y Banquo, entre otras de Verdi. Creo que puedo quedarme sin conocer el resto de la broma.

Schrott es uno de esos llamados "barihunks" ("barimacizos") que últimamente están tan de moda, sobre todo entre el público anglosajón (obviamente). Tipos bastante guapetes y cachitas pero verdaderos diletantes del canto: camelos que aceptan ciertos públicos y promocionan las discográficas. Puedo entender que este hombre sea un cantante deficiente pero como producto resulte comercial. Lo que resulta inconcebible es que el producto ni siquiera se presente en buenas condiciones y se incluya una toma en la que quien inicia el aria apenas parece ser cantante profesional, sino un señor (mi vecino del quinto, por ejemplo) que pone voz de barítono en una cena de empresa (sin duda tras los postres y varias copas). Ya no indigna que se tome al público por ignorante (desde el momento en que se intenta vender a Schrott como bajo cualquier cosa es posible) sino que en una producción de una discográfica como la Decca no exista una sola persona que advierta: "Esta toma no vale". Desde el director de orquesta hasta el artístico, desde el productor al ingeniero de montaje que podría sustituir esa "Madamina" por otra de una toma alternativa.

¿Todos sordos o ignorantes? ¿O simplemente "Quién va a fijarse en eso: se vende igual"?


Madamina, il catalogo è questo

2/11/08

Rachmaninov, Obras Completas X: La Segunda Sinfonía


Nunca es tarde para recuperar uno de los ciclos que dieron origen a esta casa: el repaso a la obra de Sergei Rachmaninov.

La excusa perfecta me la ha proporcionado la audición - tras una larga temporada - de su Segunda Sinfonía, seguramente su partitura más programada tras los Conciertos.

Concluida en 1907 tras numerosas y atormentadas revisiones, la Sinfonía puede considerarse una de sus mejores partituras. Aun más, seguramente sea aquélla en la que volcó con más fuerza la esencia de su personalidad: una inconfundible melancolía la recorre. La que nace no sólo de la nostalgia de la patria, sino de la incurable nostalgia del tiempo pasado. Así se explica el carácter de una música compuesta mirando exclusivamente al ayer, mientras el mundo musical corría hacia el mañana. Naturalmente desde el primer momento no faltaron los ataques de la crítica contra lo que se consideró un sentimentalismo reaccionario, demostrando que en muchas ocasiones los hay más papistas que el Papa: el propio Gustav Mahler elogió el lirismo de la escritura, denunciando de paso el excesivo rigor metronómico con que Nikisch la dirigía, sin dejarla desplegarse de forma natural.

Porque si algo define la estructura Sinfonía en mi menor es el constante flujo y reflujo de melodías de enorme longitud, principalmente en las secciones superiores de la cuerda. De esta forma el canto preside la Sinfonía de principio a fin como quizá en ninguna obra del género. Desde el motivo generador de la introducción, la melodía extiende su reinado hasta la apoteosis final.

Rachmaninov se mantiene fiel a la estructura clásica de la sinfonía, con el modelo de la Quinta de Chaikovski, pero ampliando sus dimensiones e instrumentación de acuerdo con la grandiosidad del Romanticismo tardío. El primer tiempo tiene una introducción lenta a la que sigue una enorme forma sonata basada en una idea principal de épico lirismo y una tierna cantilena. El Scherzo alterna ritmos de cabalgata con una melodía de sensual orientalismo: la sección central es un vigoroso fugato. El Adagio podría haber sido un gran dúo operístico de amor. El soliloquio del clarinete es una de la mayores inspiraciones de Rachmaninov. El Finale recupera el clásico Rondó-sonata con una idea fuertemente rítmica (inequívocamente postiva) que termina cediendo el protagonismo al luminoso canto de los violines. Siguiendo el ejemplo del Concierto en do menor, la música parece acumular energía hasta desbordarse en la monumental y memorable coda.

La versión que escuchamos nos la propone de nuevo Lord Illingworth. A principios de los 70 el joven André Previn era uno de los principales difusores de Rachmaninov en Occidente. A Previn correspondió el honor de uno de los primeros registros (sino el primero) completos de la Segunda Sinfonía: el propio autor había consentido en facilitar la difusión de la obra en una versión recortada hasta poco más de la mitad de su duración. Así se mantuvo en el repertorio durante décadas. En este caso, sólo se omite la repetición optativa de la exposición del primer tiempo. Previn hace cantar maravillosamente a la London Symphony Orchestra, destacando además las sombras que arroja la cuerda grave y los bellísimos intercambios de las maderas. Como recordándonos que no hay nada perfecto en este mundo, la grabación adolece de una ligera falta de profundidad.

Disfrutadla.

Sinfonía nº 2 en mi menor, Op. 27

I. Largo - Allegro moderato
II. Allegro molto
III. Adagio
IV. Allegro vivace

24/10/08

La discografía de Rigoletto (VII)




Nueva edición de Decca basada en Sutherland y dos de los elementos más valiosos en sus respectivas cuerdas durante aquella década. Lo cual en el caso de Sherrill Milnes es indicativo de una crisis baritonal que hoy es endémica. Milnes adolece de una emisión cuanto menos extraña, con variaciones en la colocación, el color y la firmeza del sonido. Y una afinación que sin ser errónea deja la sensación desasosegante de duda. El timbre a veces parece voluminoso e hinchado, otras le falta sonoridad y en el grave es endeble (“Lievi quel capo amato...”) Como se ha señalado repetidas veces, esto fue producto de una obsesiva imitación del sonido de Leonard Warren que no acaba aquí, sino que aparece también – mal realizada, se entiende – en un fraseo “caligráfico y minimalista” (Giudici) que pierde de vista el conjunto de la frase musical. Por otro lado, se demuestra que no es una voz de verdadero dramático (como tal, "es una ficción", escribió Celletti) al resultar falto de cuerpo en los momentos de “Pari siamo” que piden “Con forza” (“Dannazione!”, etc) Tampoco tiene fortuna en los pasajes líricos, aunque se ciñe a las dinámicas normalmente, pues su media voz es opaca e inexpresiva. Honesto en cambio en “Cortigiani, vil razza”, pero genérico de caracterización. Lamentables las risotadas del primer Cuadro, que colaboran a borrar del drama al personaje.
Sutherland sigue cantando a un nivel más alto que la mayoría de las Gildas, pero el timbre se ha tornado ligeramente mate y la dicción es menos clara. Mantiene en cambio la seguridad en los trinos, sobreagudos y coloratura. No sólo falta de dramatismo, sino de interés por el texto, su Acto III resulta monótono.
Pavarotti se hallaba en el apogeo vocal tras diez años de carrera en los que el Duque había sido uno de sus papeles más demandados. Esta relación tan intensa había de durar otros diez años y se basó primeramemte en un timbre cálido, lleno de vibraciones plateadas y la emisión muelle y luminosa en toda la tesitura. Los amplios agudos de nitidez squillante completaban el milagro. Una personalidad sonora así tenía que retratar un Duque exuberante y sensual por fuerza. Brillantísimo por tanto y algo superficial a ratos en las piezas de lucimiento. Sin embargo cincela un “Ella mi fu rapita” espléndido, apoyado en una dicción insuperable, aun más clara en comparación con sus compañeros de reparto. Su fraseo aquí es vívido, con muy eficaces contrastes entre la voz plena timbradísima (“Sull'orma corsa ancora mi spingesse!”) y la sedosa voluptuosidad de “Talor mi credo”. Menos imaginación pone en juego en el aria, aunque la sección central rara vez ha sido más amorosa, así logrando integrar la página en el retrato del personaje (algo que no siempre se consigue) Ha de lamentarse que Bonynge no le sugiriera incluir la cadencia de Verdi. Remata la escena con soltura en la cabaletta, con un amplio re natural sobreagudo incluido. En el Acto III la vivacidad y el humor de sus intervenciones le separan del resto del reparto, con un “Bella figlia dell’amore” irresistible. Sin embargo sus momentos más hermosos son el arrebatador minuetto con la Condesa (escúchese como acentúa “inebria, conquide, distrugge”; "perfecto", según Celletti) y “È il sol dell’anima”, lleno de un abandono casi erótico (¡a pesar del texto!) La belleza de su canto llega al ápice en el pasaje que escala hasta el sib agudo y la acariciadora cadencia, donde ambas voces hacen belcanto puro. En resumen, el punto fuerte de la grabación, un Duque cuya lujuriosa belleza vocal expresa su propia lascivia ("un depredador insaciable", según Giudici).
Aunque se presentaba como un lujo, Talvela no es un Sparafucile enteramente satisfactorio. La voz es estupenda, pero algo pétrea y nasal en la zona alta. Imponente en el segundo Cuadro (pero quizá demasiado) en el Acto III se entrega a declamaciones estentóreas de la peor especie. Por ejemplo es absurdo el acceso de hidrofobia que le sobreviene al discutir con Maddalena (“Al diablo ten va!... ) o en la indescifrable “Entr'esso il tuo Apollo, sgozzato da me, gettar dovrò al fiume...” Tourangeau es una Maddalena de tonos guturales y poca personalidad.
Bonynge ofrece un fondo terso y colorido sobre el que sus cantantes pueden cantar relajadamente; demasiado en el caso de Sutherland, a la que le falta motivación. Por otro lado, su orquesta carece de valores narrativos sobresalientes. En cuanto a las tradiciones tiene poca justificación que en una grabación que tenía la voluntad de recuperar para el belcanto esta ópera siguieran presentes el reb de Gilda en el Cuarteto, el re al final de Terceto o el fa grave que prolonga Talvela en el segundo Cuadro. En cambio, se optó incomprensiblemente por eliminar la cadencia de “Parmi veder le lagrime”. Merece destacarse la magnífica grabación, vívida y brillante, de las mejores de Decca.

Acanta (1977). Rolando Panerai, Margherita Rinaldi, Franco Bonisolli, Bengt Rundgren, Viorica Cortez. Coro de la Staatsoper de Dresde, Orquesta de la Staatskapelle de Dresde. Francesco Molinari-Pradelli.

Después de la recuperación del buen canto perceptible en los años precedentes, esta edición aparece como un grosero retorno a las malas costumbres. Panerai nunca fue un barítono dramático verdiano y por descontado el declive (53 años) no iba a cambiar esto. Los pasajes lírico-patéticos ("Deh, non parlare", "Veglia, o donna", "Miei signori, perdono") ponen en evidencia la falta de un canto correctamente apoyado en el aliento, inhábil por tanto para cumplir con el exigente legato de la melodía: en las frases amplias es incapaz de seguir los signos dinámicos (><) y en cuanto se eleva la tesitura el timbre se opaca y se acentúa el vibrato. En estas circunstancias, dañada la base belcantista del papel, la estilización dramática se destruye (la interpretación de "Pari siamo" es planísima) y Rigoletto queda despojado de su nobleza. Nobleza que tampoco poseía el timbre de Panerai, simpático y comunicativo, pero plebeyo en el fondo. En este sentido, es un epígono de Bastianini, sin la robustez del sienés además. No obstante, en beneficio del florentino, hay que decir que no carga las tintas en su "Invectiva", que está más implicado en la acentuación y que cuando puede cantar en un registro medio deja alguna frase apreciable. Rinaldi tenía una voz de lírica dulce y timbrada, pero el temprano declive (se retiró en 1981) se siente en el agudo abierto y la opacidad de la media voz. La artista es sensible ("V'ho ingannato") y por lo menos su Gilda no es un pájaro mecánico, pero la elevada escritura de "Veglia, o donna" la incomoda y su virtuosismo es discreto en "Caro nome".
Franco Bonisolli fue una de las voces peor aprovechadas de las últimas décadas. Dotado de un timbre de tenor lírico fácil y espontáneo, su empeño en camuflarlo tras un repertorio de trucos para sonar más toscamente viril se pone de manifiesto a lo largo de toda la grabación. Entregado al abombamiento del centro, ignora el correcto paso del sonido, y por tanto nasaliza ("Ella mi fu rapita!") cuando no entuba, contrariamente a su fama los agudos son planos y pobres (véase el la de "È amor che agli angeli"), el legato en las grandes frases y las notas breves lo ponen en dificultades (los golpes de glotis abundan, sobre todo en el aria) y difícilmente puede modular en zonas elevadas. Como ejemplo del fracaso vocal basta escuchar "È il sol dell'anima", que comienza con un canto bastante válido, pero que cuando llega el stringendo ("D'invidia agl'uomini, sarò per te!") lo muestra incapaz de sostener la tesitura si no es al borde del grito. En el tercer acto parece más aceptable, ya que no le falta arrogancia y hay menos problemas. Por decirlo de alguna forma, la Canzona y el Cuarteto sufren un poco menos sus modos casquivanos.
Rundgren y Cortez son una pareja rutinaria, aunque no cantan mal.
La concertación de Molinari-Pradelli vuelve a ser irrelevante. No sugiere matices reseñables a sus cantantes: permite, por ejemplo, que Rigoletto y Sparafucile lleven toda su escena a plena voz (uno se pregunta para qué existe un director). La magnífica orquesta suena siempre al menos en forte, sepultando a los cantantes durante el Trío y rozando lo pueblerino en la stretta de "Sì, vendetta".

Emi (1978) Sherril Milnes, Beverly Sills, Alfredo Kraus, Samuel Ramey, Mignon Dunn. Philharmonia Orchestra, Ambrosian Opera Chorus. Julius Rudel.

Con la voz más plena y sonora que siete años antes, Milnes sigue fiel a su desconcertante fonación. Y a los chuscos resabios del primer Cuadro. Prácticamente idéntico a sí mismo, la acentuación es algo impersonal (pero característica) Con los cortesanos (Acto II) salpica su canturreo de suonacci realmente feos y su invectiva parece ligera, sobre todo por el acompañamiento de Rudel. El principal problema en “Miei signori” y los dúos con Gilda es la heterodoxia de su mezzavoce, sofocada y sus habituales portamenti. Las intenciones son buenas excepto por algún sollozo aquí y allá.
Beverly Sills firma uno de sus peores trabajos para el disco: la voz está desgastadísima, estridente y desagradable en el forte. Aún conserva un notable dominio sobre las dinámicas y en piano el timbre recuerda la pasada dulzura. Los perfectos trinos son lo único que puede salvarse de un “Caro nome” tremendo, su re bemol en “Addio, addio” es para preguntarse por las razones que llevaron a incluirlo y sus intervenciones en el Cuarteto son penosas.
Alfredo Kraus retornaba a los estudios tras una ausencia demasiado larga para firmar un tercer Duque cuyo único objetivo parece haber sido superarse a sí mismo. Con la voz cada vez más refugiada en la máscara, los registros medio y grave han perdido nitidez, volumen y belleza (la "sequedad" de la que se suele hablar). Por el contrario su arte para regular y colorear la emisión en el pasaje y el squillante agudo siguen siendo insuperables. Tanto se regodea Kraus en esta habilidad que se echa de menos que no optara por algún sonido más franco y espontáneo (en la cadencia de la Balada, por ejemplo) Muy distanciado en el primer Cuadro, se anima en el dúo con Gilda aunque su timbre parece empobrecido en la cadencia. En su elemento, cincela con maestría el recitativo de su gran escena, cerrado además en un solo fiato. Su “Parmi veder le lagrime”, lentísima y contemplativa, se fractura del conjunto del drama pero ofrece un canto ligadísimo (“Per te le sfere agli angeli”) y una cadencia magistral, trino incluido, de verdad fiel al dolcissimo prescrito (aunque rompe el sonido al final) De un pulcro virtuosismo en su cabaletta, curiosamente desaparece en las frases de la stretta, hasta emerger con un timbrado re sobreagudo. En el tercer acto sigue cantando impecablemente, pero se echan de menos tanto el atractivo como el slancio arrogante de los años pasados. Parece imposible escuchar frases tan largas y perfectamente moduladas como en el Cuarteto (en “Le mie pene consolar” apiana un sib y lo liga a "Bella figlia") pero siempre tienen más valor técnico que expresivo. Este canto calculado además consigue que el Duque parezca más un galán maduro que un “giovin giocondo”.
Ramey canta magníficamente con una voz mórbida y elegante. Dunn es una Maddalena por lo menos simpática. Buen acompañamiento de Rudel, sin novedades que reseñar, vivaz y colorista, en ocasiones con demasiado volumen. No puede decirse que sea ni idiomático ni original.



DG (1979) Piero Cappuccilli, Ileana Cotrubas, Plácido Domingo, Nicolai Ghiaurov, Elena Obraztsova. Coro de la Staatsoper de Viena, Orquesta Filarmónica de Viena, Carlo Maria Giulini.

Grabación que ocupa los lugares de privilegio en las recensiones habituales, muestra sin embargo rasgos de la decadencia que ha asolado el canto de las óperas de Verdi. Cappuccilli tenía las bases para ser un verdadero barítono verdiano, empezando por el color y el metal genuinos (a diferencia de Milnes) Entregado sin embargo a la búsqueda de la sonoridad cada vez más voluminosa de una voz que ya era robusta, su canto adoleció de vicios veristas que no le permitieron llegar al meollo de Rigoletto durante su carrera. Y que en 1979 habían se habían cobrado cierto desgaste perceptible en un timbre falto de terciopelo en el registro central y en la dureza del agudo, que se empaña esporádicamente. Bajo la guía de Giulini, sin embargo, Cappuccilli consigue completar un retrato coherente en el que se encauzan sus impetuosos modos. Su “Pari siamo” contrasta con eficacia la furia declamatoria (“Vil scellerato, mi facesti voi”) y la reflexión dolorosa (“Altro che ridere”) En los dúos con Gilda, siempre su punto débil, se pliega a las medias voces necesarias (algo mates) y un legato notable, aunque no llega al ensimismamiento lírico quizá por falta de convencimiento, quizá por lejanía estilística. Siempre más cercano a la expresión grandiosa, su “Cortigiani, vil razza” es poderoso pero el agudo se le queda sorprendentemente atrás. Gran parte del atractivo de Cappuccilli en el teatro fueron sus gigionate (exageraciones). Gobernado por Giulini cantó mejor que nunca, pero se puso en evidencia hasta qué punto dependía de aquellos momentos demagógicos y electrizantes para compensar una ligera monotonía expresiva.
Ileana Cotrubas carecía de la dimensión vocal y dramática verdiana. Así de sencillo. El timbre es dulce y de color agradable, pero no tiene ni cuerpo suficiente ni el brillo metálico imprescindible en la zona alta. Sus trinos y notas picadas son discretos en el aria, donde además no parece sobrada de fiato. Si se suma un acento lastimero invariable de principio a fin (¿dónde queda el despertar amoroso de “Caro nome”?) el resultado, además de insuficiente en lo vocal, es de una antigüedad expresiva que roza el ridículo.
Domingo mantenía el Duque en repertorio por aquellos años a pesar de que su vocalismo, nunca especialmente cómodo en el papel, ya manifestaba rasgos incompatibles con sus exigencias. El timbre, resonante y bruñido en el centro, se velaba al ascender por el passaggio, lo cual es constante en la partitura. El catálogo de problemas vocales es amplio: los ascensos al sib de “È il sol dell’anima” parecen extraídos con fórceps, su “Ella mi rapita” le muestra con una emisión dura y nasal (no se puede ni mencionar el enmascaramiento del sonido), no hay una intervención en “Bella figlia dell’amore” que no haga pensar cómo pudo quedar satisfecho con el resultado, la cadencia de la Canzona es incluso embarazosa. Es cierto que aplica una variedad de acentos e intenciones que intentan reflejar el carácter del personaje en cada situación, pero al no corresponderse con verdaderas modulaciones de una voz pesada y gruesa, en muchos casos el resultado es artificial y hasta irritante (la Balada y "Bella figlia dell'amore")
Ghiaurov no parece especialmente implicado en el papel, al que aporta prestancia tímbrica y un fraseo señorial, pero ni pizca de humor o algún pasaje memorable. Tampoco Obraztsova hace algo más que explotar un timbre de llana sensualidad.
Por aquellos años Giulini iniciaba una relación discográfica con la Filarmónica de Viena que daría frutos tan definitivos como su Bruckner o el ciclo Brahms. Aquí hay intervenciones de enorme calidad como la tinta misteriosa que inicia el segundo Cuadro o el Acto III. Incluso un pasaje tantas veces trivial como el canto de los violines al final de “Pari siamo” tiene en este caso una dulzura y una expresividad cautivadoras. Sin embargo, inevitablemente, semejante orquesta posee una sonoridad demasiado suntuosa y potente para asociarla a la sobriedad verdiana. En “Cortigiani, vil razza”, se opta más por el impacto sonoro que por la lacerante intensidad de Kubelík, aparte de que no apremia a Cappuccilli más que a cantar con el máximo volumen. A las puertas de su última etapa creadora, Giulini elige tempi reposados que en conjunto son coherentes pero menos dramáticos, vívidos y narrativos de lo deseable.



Se agradece al forero jth el haber facilitado la grabación de Panerai. Disfrutad de las audiciones.


13/10/08

La Filarmónica Checa

La Sala Dvořák del Rudolfinum


Recientemente tuve la oportunidad de disfrutar las bellezas y el encanto de la ciudad de Praga. Entre los cuales destaca la Filarmónica Checa, fundada en 1896, una de las glorias orquestales de Europa. La clase de esta orquesta ha sido forjada por varias de las grandes batutas del S. XX: Talich, Kubelík, Ancěrl y Neumann se sucedieron como directores titulares desde 1919 hasta los años 90. Actualmente, tras una década de inestabilidad, la responsabilidad del cargo se comparte entre Mácal y Manfred Hóneck hasta que por fin Eliahu Inbal se incorpore como tal en 2009.

El Concierto que presencié era el quinto de la presente temporada y se basó en el siguiente programa:

(Viernes, 3 de octubre. Sala Dvořák )

P. I. CHAIKOVSKI: Sinfonía No. 3 en Re.
S. RACHMANINOV: Concierto No. 3 para piano en re menor, op. 30.

Orquesta Filarmónica Checa
Piano, Alexander Toradze
Zdeněk Mácal

La dirección de Mácal fue solvente y sobria en ambos casos: vaciando de sentimentalidad fácil las dos obras, dinámica, caracterizada antes por un impulso constante que por las fluctuaciones, pero con el suficiente vigor para que la Tercera de Chaikovski (una Sinfonía a la que no le faltan pasajes artificiosos) sonara fresca. Sólo se hizo desear mayor vivacidad en la Polonesa del último tiempo, atacada con ligera pesantez.

No se puede explicar lo emocionante que es el Rach3 en vivo, con sus fogonazos de melodía que surcan el rapsódico discurso. Y eso que Toradze no estuvo a la altura. Por un lado le faltaron dedos en pasajes clave: en la tremenda escala que recorre todo el piano durante la cadencia, por ejemplo, donde hubo notas faltas de nitidez sepultadas por una mano izquierda excesiva. Por otro lado, tendió a tocar demasiado fuerte con la nada aceptable intención de hacerse oír por encima de la orquesta. Así sucedió en el bellísimo Adagio. Este afán de destacar por delante de la música hace más difícil disculpar los problemas anteriores.
La orquesta lució sobre todo el magnífico timbre de sus violines: el tamaño de la Sala permite que a uno lo envuelva ese sonido amplio, cálido y de brillo generoso, pero siempre esmaltado, no metálico. En la Elegía de la Sinfonía y la desatada coda del Concierto, uno deseaba no escuchar nada más. Magníficas maderas, redondas y plenas, impecables los solos de trompa (no es escuchan así en nuestras orquestas) y metales fulgurantes perfectamente empastados. La calidad del conjunto resplandeció en el genial Scherzo chaikovskiano, de equilibrio admirable.

Durante esta temporada la Filarmónica hace una gira europea que recalará en España.

14/9/08

Luciano Pavarotti (VIII): El día en que cambió su carrera



Si los compromisos con Decca ocuparon gran parte de su agenda antes de las vacaciones (“Rigoletto” y “Lucia di Lammermoor”) en la temporada 71-72 supera por vez primera las 50 actuaciones en vivo. La compañía del MET presentó precisamente “Rigoletto” en la Metropolitan Hall de Tokio durante el mes de septiembre. Una de esas funciones ha quedado registrada en vídeo, siendo el documento completo más temprano de Pavarotti sobre el escenario. Con la misma ópera se presentó por primera vez en Alemania (seis funciones, una de ellas muy accidentada, en Hamburgo y Berlín). Debut a finales de octubre de un nuevo papel (el decimocuarto; Riccardo de "Un Ballo in maschera") en San Francisco. Desde entonces, el War Memorial será su campo de pruebas antes de presentarse en escenarios más peligrosos. Con este paso Pavarotti entraba en el repertorio de lírico-spinto verdiano, siempre problemático para un tenor lírico puro. A cambio del volumen limitado de su voz (así se comentó) supo explotar una proyección perfecta, basada en los sonidos squillanti y una emisión sin resonancias espurias. Existe grabación que atestigua el éxito obtenido junto a la magnífica Amelia de Arroyo. Se presenta en la Lyric Opera de Filadelfia con La Bohème. Retorno a Alemania para acabar el año representando Lucia di Lammermoor (junto a Scotto) y La Bohème.

Comienza 1972 en los EE.UU con una función de I Puritani junto a Beverly Sills, quien tuvo que alentarlo para que superara sus temores respecto de la torturante tesitura del papel: el triunfo de ambos intérpretes es apoteósico. Tras 4 funciones de La Bohème en Miami llega el día clave en Nueva York: 17 de febrero de 1972, estreno de “La Fille du régiment”. A pesar de tratarse de un espectáculo diseñado a medida de Joan Sutherland (la ópera no se reponía en el MET desde los tiempos de Lily Pons) fue Pavarotti quien consiguió el que muchos años después recordaría como triunfo de su vida. Al día siguiente todos los diarios de New York hablaban de sus nueve does agudos en “Pour mon âme”. Harold Schoenberg ("New York Times") lo declaró el “rey del repertorio lírico italiano” y comparó su dimensión vocal con la de Beniamino Gigli, a quien según él superaba en buen gusto y musicalidad. También en la revista Opera de Londres, siempre escéptica hacia Pavarotti, se hicieron eco de los parangones con Gigli, añadiendo: “En su aria (…) las aclamaciones debieron de escucharse desde New Jersey.” Comenzó a acuñarse entonces la expresión “King of high C’s”. El MET explotó esta producción el resto de la temporada llevándola a Boston, Cleveland, Atlanta, Memphis, Nueva Orleáns, Minneapolis y Detroit. Pavarotti cantó 15 funciones en total, alternadas con “La Bohème” y un “Rigoletto” espectacular. Se iniciaba no sólo su reinado en el teatro neoyorkino sino su captura por parte del público norteamericano, siempre necesitado de un referente como lo tuvo en las décadas precedentes (Corelli, del Monaco, Bjoerling, Martinelli, Gigli y Caruso) En este proceso de consolidación tuvo gran importancia la actividad de Herbert Breslin, ya encargado no sólo de su publicidad, sino convertido en su representante. Se ha querido ver en las maquinaciones publicitarias de Breslin gran parte de mérito en el impacto creado por estas funciones de "La Fille", pero a este respecto se puede citar al propio empresario: “Su emergencia como estrella de máximo nivel se basó en su virtuosismo como cantante” (“Pavarotti: My own story”, 1981). En años sucesivos la influencia de Breslin en la carrera de Pavarotti crecerá cada vez más, no siempre para bien.

El 22 de abril participa en la Gala de Despedida de Rudolph Bing, Gerente del MET durante veintidós años. Su actuación junto a Joan Sutherland es de los mayores atractivos del evento a pesar del nivel estelar de todos los participantes. Algunos medios establecen ya la que habrá de ser la competición por el favor del público con Plácido Domingo, rival desde entonces en popularidad. El retorno a Europa (julio) propicia su debut en el Festival de la Arena de Verona. Este escenario al aire libre siempre fue favorable a voces poderosas como Corelli y del Monaco, lo que suscitó dudas sobre la adecuación de un instrumento lírico para impresionar en el viejo anfiteatro romano. Según Leone Magiera (“Pavarotti. Metodo e mito”) su voz se extendió con inaudita riqueza de colores, logrando amplio reconocimiento en el llamado “gran Verdi” (el del repertorio spinto) en la exigente tierra del melodrama, siempre más renuente a conceder la aprobación, dispuesta a escrutar a la nueva estrella consagrada en América. Durante el verano se traslada a España para una rara actuación en San Sebastián (“La Bohème”) y comenzar la nueva temporada. Es el período en el que el apogeo vocal se entrega a manos llenas y comienza a cantar más y en todas partes.

Se adjunta la evolución en el número de actuaciones durante las siete anteriores temporadas:


Representaciones /Recitales:


1965-66: 33
66-67: 49 / 5
67-68: 45 / 6
68-69: 31 /2
69-70: 36
70-71: 42 / 1
71-72: 54 / 2



Audiciones:

El registro que se ha conservado de una de las funciones japonesas de “Rigoletto” es el documento audiovisual más temprano que tenemos de Pavarotti sobre las tablas. En “È il sol dell’anima” fascina con el habitual acento afectuoso, más que con la variedad dinámica que sólo aparece en el acariciador cierre del solo inicial (“Sarò per te”) También está disponible la cabaletta, donde pasa un momento de inseguridad y omite el re bemol. Unas semanas después, en una representación berlinesa, tendría un sonoro percance en esta nota, el extremo superior de su tesitura aprovechable. El vídeo también deja testimonio de la discretísima aptitud de Pavarotti como actor.














A continuación comprobamos como una mala noche puede tenerla incluso un cantante en plena forma. Todo transcurre por cauces normales hasta la cabaletta con Gilda, concluida con un escandaloso gallo al cantar el re bemol. El resto de la función se recupera del incidente, con un recitativo "Ella mi fu rapita" magnífico. Sin embargo el aria, estupenda, la culmina con un sib donde se opaca su habitual brillo. Al final del Cuarteto tiene un nuevo y sonoro incidente sobre el último si bemol.

Rigoletto. Deutsche Oper de Berlín. Octubre de 1971 (otras fuentes indican enero de 1972). Köth, Murray. Jesús López-Cobos.

Acudimos a la representación de “Un Ballo in maschera” del 11 de noviembre de 1971, una de las primeras de su debut en el papel protagonista. Proponemos la audición de los momentos más destacados de este personaje, con el que Verdi fue tan generoso.
A pesar de que nada más abrir la boca uno identifica de buena gana al personaje en la nobleza y cordialidad del timbre, no se puede negar la superficialidad de su “Là rivedrà nell’estasi”: obvia los dolcissimi (“La sua parola udrà sonar d’amor”) y tiene alguna duda en el sol agudo de “dolce notte”. Parece centrarse desde la modulación de “Ah! Ma la mia stella”.
En el habitualmente criticado can-can “Ogni cura si doni” es muy adecuada la genuina joie de vivre de su canto, de una ligereza chispeante.
En los primeros compases de la Barcarola se lanza con demasiado peso sobre la melodía, efectivamente con brio pero sin respetar los pp y ppp escritos. Mejor en las frases que se piden con slancio (“L’Averno ed il cielo”) y los pasajes staccato e leggerissimo, que hace ágilmente. Brillantísimo ascenso al si bemol agudo.
En sus intervenciones en el Quinteto “È scherzo od è follia” renuncia con buen criterio a intercalar risillas innecesarias: la propia escritura, con sus notas breves y silencios ya la sugieren y es el acento del cantante el que ha de hacer el resto, como es el caso, pues prácticamente se podría imaginar una sonrisa en sus exclamaciones.
El gran momento de la representación llega en el inmarcesible dúo del Acto II. Pavarotti entra en escena con acentos urgentes y viriles. En “Il tuo nome intemerato” desciende con suficiencia al re grave. En su confesión amorosa varía hacia el acento íntimo al entonar “Non sai tu” y ataca con slancio los grandes arcos canoros que culminan en sib agudo ("Quante volte dal ciel"). Sigue muy convincente en su súplica, con un bello diminuendo al reclamar “Un sol detto”. La desbordada efusión de su "M’ami, Amelia” es un momento espléndido por unir la más sincera expresión con una belleza vocal inclemente (nótese como mantiene la igualdad al descender al mi grave en "Amelia”). El empaste entre el dorado metal de Arroyo y el plateado esmalte de Pavarotti es felicísimo en los arrebatados unísonos. A continuación se muestra lleno de noble fuego en el pasaje “Ah, sia distrutto”, a pesar de la difícil tesitura que de improviso le lleva desde la octava grave hasta un gran sib (faltó sin embargo el contraste piano en “Fuorchè l’amor”) En este caso se echa de menos una guía más rigurosa de Mackerras que hubiese hecho respetar la extática mezzavoce dolcissimo de la cabaletta: Pavarotti ataca “Oh, qual soave brivido” con el acento justo, de íntimo gozo, pero no se pierde el verdadero contraste con la espléndida expansión que alcanza en “Astro di queste tenebre”. Llegando al culminante retorno a la música de amor, la única pega la encontramos al atacar su “Irradiami d’amor”, donde hay un par de notas centrales abombadas, algo excepcional en él que sólo se explica por posible inseguridad para superar la barrera de la orquesta. El timbre de esos años era prieto y brillante, pero no grande y la zona central no era la más sonora de su tesitura. El cierre del dúo es cada vez más entusiástico, con dos voces relucientes entregadas a un fraseo de gran efusión lírica. Para locura del público, ambos se lanzan sin cautelas contra un do agudo (no escrito para el tenor) squillantissimo y deslumbrante. Hasta el momento el Riccardo de Pavarotti era un personaje sentimental, simpático, pero un poco superficial para ser un noble que se debate entre el deber y el amor. En este dúo, a través de la entrega vocal temeraria y la efusiva interpretación, crece de forma asombrosa hasta convertirse en un hombre que se consume en una pasión autodestructiva. Para completar un retrato semejante la gran escena del Acto Tercero, la de la renuncia al amor, es la clave. Y Pavarotti en este caso no acierta a expresar toda la hondura del sentimiento de abdicación, de resignada despedida. En el recitativo no encuentra los matices necesarios más allá de un “E taccia il core” atacado con dulzura. En el aria se echan de menos unas dinámicas más contenidas y el Conde pierde así algo de su distinción patricia: Pavarotti confía en su acento sincero y afectuoso pero la sección central (Cupo, sempre piano) carece del debido contraste elegíaco. El bello diminuendo que sí observa en “Nell intimo del cor” parecía exigir una continuidad. La cadencia, con refulgentes ascensos a sib y la natural, queda indebidamente extrovertida. En cambio sí convence ese canto de nuevo arrebatador en la cabaletta, llena de un entusiasmo casi insensato: de nuevo el cantante infalible lanzándose sin aprensión contra las repetidas frases entre el sol y el sib agudos. Es decir, estamos ante un personaje convincente sólo de forma parcial y en pasajes fulgurantes.
Ya hacia el final, en la escena con Arroyo durante la fiesta es francamente afortunado, por su expansión amorosa, el “Invan ti celi” que le dirige a Amelia; también la imperiosa acentuación de “Ne so temer la morte”, nobilísima y ardiente (y con un timbre soberbio): como impregnada de un sentimiento de viril aceptación de la fatalidad.
En su solo final puede resultar una voz demasiado lozana para un personaje en agonía; se echa de menos mayor contención tímbrica como la del remate de “Iddio m’ascolta”, con un hermoso morendo. Sin embargo frases como “Io l’amai ma volli illeso” con esa morbidez, estupendo legato y ese timbre conmovedoramente dulce rememoran las crónicas del tenore della bella morte, Napoleone Moriani, uno de sus antepasados directos en la cuerda de tenor lírico (aunque quien estrenó Riccardo fue su antítesis, el tenore della maledizione: Gaetano Fraschini)

En resumen, una primera aproximación a la que evidentemente le faltaba más experiencia para completar la natural afinidad hacia el personaje y los fascinantes arrebatos líricos con los matices más introspectivos.

Un Ballo in machera. War Memorial Opera House, San Francisco. 11 de Noviembre de 1971. Arroyo, Bordoni, Donath, Dalis. Charles Mackerras.



En enero siguiente se programa una función de “I Puritani” en Filadelfia cuyo registro podría haber sido la referencia de la ópera. Por desgracia se completó el reparto con elementos menos que adecuados al repertorio y la falta de tiempo obligó a prescindir de los ensayos, optándose por realizar numerosos cortes. No sólo los tradicionales en el Dúo del tercer acto, sino incluso en “Credeasi misera”, debido a la complejidad de la escritura de conjunto (*). Aun teniendo en cuenta la rebaja en las exigencias del tremendo papel, éste es un Arturo memorable, que ofrece al mejor Pavarotti en los pasajes supervivientes. Comparando con la grabación cuatro años anterior (Catania) Pavarotti canta con más morbidez “A te, o cara”, moderando la plenitud de la emisión, que pliega en buenas medias voces (“E l’esultar”) y haciendo portamenti más discretos. Ataca con una facilidad destacable un do#4 no sólo squillante y sostenido, sino de una belleza purísima. En las frases sucesivas (“Si raddoppia il mio contento…”) habría sido deseable que diferenciara esta sección de la inicial, como es preceptivo en el belcanto. En este sentido son ejemplares las smorzature y rallentandi practicados por Fleta en su registro de 1923; lo cual nos recuerda que en la segunda mitad de S. XX la corrección (Fleta es en cambio algo irregular en el fraseo de la primera sección) ha ocupado el lugar de la fantasía en los cantantes. Y la obstinada ignorancia de los directores de orquesta, al final los responsables de no sugerir o permitir estos embellecimientos. Amplios, radiantes, con un timbre arrebatador sus “A tanto amor”, el último modulado con dulzura y en un solo aliento. También hay que detenerse en las intervenciones de Beverly Sills, quien realiza en dos ocasiones un triple regulador sobre la palabra “Amor” (f-p-f-p).
Los cortes se dejan sentir en “Non parlar di lei che adoro”, en todo caso superado con efusión (“E la vergin mia adorata”) y con un timbre tanto más expresivo según se eleva la tesitura.
Pavarotti siempre sobresalió en el breve dúo con Ricardo, en este caso un pésimo Louis Quilico, barítono completamente ajeno a lo que significa el belcanto. El fraseo vigoroso (atención a la entrada “Sprezo audace”), el timbre squillante (fulmíneo en el ascenso al agudo) y la aceptable vocalización (se ayuda de pequeños golpes de glotis) no hacen desear nada más.
Llegando al Acto III, el que consagra un gran Arturo, en su escena (“Son salvo”) la dicción nítida, el fraseo emotivísimo, recrean la añoranza del exiliado. Escúchese el abandono con que ataca “O patria, o amore”, como apiana “La terra su natia” (sol bemol), el filado de “Il mio pianto” o la dulzura de “Ove t’aggiri tu?”. Por desgracia se suprime una estrofa de “Ad una fonte”, pero lo que queda es un canto mórbido (“Compagno nel cammin”) evocador, patético en su plateada belleza (“Sempre eguali ha i luoghi e l'ore”).
Pavarotti vuelve a escena prodigando acentos amorosos. Su cantabile “Nel mirart¡ un solo istante” es la encarnación del joven héroe romántico, llegando al paroxismo del sentimiento (tras un timbradísimo do agudo) en “Lontan da te” (un punto excesivo para este repertorio, si se quiere) Como es habitual se suprime el bellísimo Andante “Da quel dì che ti mirai” y entramos directamente a “Vieni fra queste braccia”, transportado medio tono hacia abajo para evitar los re naturales (como siempre hizo). Pavarotti se lanza de lleno contra el episodio: quizá se habría necesitado más juego con el rubato (qué tendría que decir Guadagno, toda la función con prisa) para darle variedad al fraseo (“Non mi sarai rapita” o “Ah, vieni” son buenas oportunidades para la modulación o un expresivo allargando) pero éste resulta convincente, acariciador gracias a la suavidad privilegiada de la emisión. Suavidad que se combina de forma imposible con metal squillantissimo en los ataques (de una precisión absoluta) al reb4, verdaderos clarinazos de trompeta de plata. Estamos en uno de esos momentos donde los cantantes transforman el riesgo en éxtasis. La reacción del público lo dice todo.
Lo que debería haber sido la culminación de la noche nos deja a medias, pues de “Credeasi, misera” sólo queda la segunda stanza (además con la tradicional intervención de Elvira cantando música que está escrita para Arturo). Las razones de este corte parecen incomprensibles. Se puede acusar a Pavarotti de beneficiarse de la menor duración de la exigente aria, pero también es cierto que ha de atacar inmediatamente la sección más enérgica. Y lo hace con un fraseo heroico, levemente enfático, que consigue que el nuevo clarinazo (reb4) llegue como algo natural e inevitable tras la tensión acumulada. Hay un ligero problema al cerrar el do4 inmediatamente posterior, pero es menor. En la cadencia se puede apreciar ese sonido en punta, buscando una posición elevadísima pero siempre redondo (“Perfidi”) y que podía alternar con el más acariador de "Di crudeltà".

"I Puritani". Lyric Opera, Filadelfia. 18 de enero de 1972. Sills, Plishka, Quilico. Anton Guadagno.




El 17 de febrero, en plena forma por tanto, por fin llega la gran noche de Luciano Pavarotti, aquélla que como se ha dicho lo convirtió en superestrella. Poco importó que apenas hubiese alguna mejoría en la pronunciación francesa desde las funciones de Londres: la espontaneidad de la expresión y la química que existía con Sutherland permitieron un tipo de comunicación por encima de esa limitación. Se escucha en el dúo del primer Acto, lleno de complicidad y ternura desde el recitativo. La dulzura del ataque de "Depuis l'instant ou, dans mes bras", la efusión de "Et puis enfin, de votre absence", la sencilla alegría de la cabaletta (atención a la cadencia intermedia) son ragos de un personaje cuyo enamoramiento una puede tomarse más en serio que cuando lo canta un tenorino, pero que no deja de ser amable y ligero.

Llegamos por fin al momento con el que cambió toda su carrera: "Ah!, mes amis quel jour de fête", exclama Tonio y podría servir de divisa al canto de Pavarotti, desbordado de alegría, generoso, despreocupado, entregado con frenesí al público. En la cabaletta se disfruta una voz elástica y de una energía inacabable, que se pasea con irrisoria facilidad por los saltos al do4, squillantissimi, atacados con una exactitud pasmosa. Esta interpretación, con el do final cortado algo bruscamente, es algo inferior a la que hemos escuchado anteriormente. Quizá es el momento de plantearse hasta qué punto abusó Pavarotti de este excitante do agudo, como se percibe no sólo atacado al volumen máximo posible, sino prolongado hasta agotar la reserva del aire. Un hábito poco prudente, en todo caso que bordea la "gigionata". Al margen de ese detalle es interesante apuntar que Pavarotti no tenía problemas para cantar do agudo en cualquier vocal: las conflictivas “e” y “o”, que tienden a retener la voz en la parte anterior de la boca, aquí aparecen perfectamente colocadas. En la versión italiana se canta algún do sobre la “i”, lo que tampoco le suponía problema. La novedad, aún asombrosa, es que una voz de esta plenitud lírica pudiera asumir semejante tesitura, concebida para el mixto o falsete reforzado.

H. Schoenberg elogió especialmente el estilo exhibido en “Pour me rapprocher” y aunque se pueden recordar las objeciones de Celletti sobre un canto demasiado sensual y extrovertido, basado más en la voz plena que en el susurro íntimo, el resultado es personalísimo. Escúchese la dulzura del acento en “dans les combats”, así como el filado en “cesser d'aimer”. En la sección central el fenomenal si agudo y el diminuendo sobre la escala descendente consiguen un efecto felicísimo. Como el bello regulador del final, que al fin nos da un Tonio de una sencilla emotividad.
Pensamos que su discreto francés (aun más en vivo) es perdonable ante tal derroche de cualidades.

"La Fille du régiment". Metropolitan Opera House. 17 de febrero de 1972. Sutherland, Resnik, Corena.

Ya en plena efervescencia de popularidad, la compañía del MET monta un “Rigoletto” para Sutherland y Pavarotti a su retorno de la gira con “La Fille du régiment”. Fueron un total de cuatro funciones junto a Joan Sutherland y los Bufones de Milnes y Manuguerra. Harold Schoenberg comentó en el "New York Times": “Los hay que miran con sospecha esos repartos de grandes estrellas. Tontos que son. Ciertamente este “Rigoletto” es la cosa más grande de este tipo que uno puede recordar. Cuando se tiene a un grupo de artistas como los que oímos el sábado, todos trabajando juntos e intentando extraer lo máximo de la música, todos con voces de gran calibre, bueno, pues resulta que la gran ópera y el gran canto siguen vivos” (“A prima donna progress. The autobiography of Joan Sutherland” - 1998)
Tras las dos primeras funciones, Milnes abandonó la tercera en el Segundo Acto correspondiéndole a Matteo Manuguerra cantar el resto de representaciones. La correspondiente al 22 de junio ha quedado registrada en grabación “in house” y se puede disfrutar del estupendo Rigoletto de Manuguerra, superior desde cualquier punto de vista al de Milnes (lo cual hace lamentar que la elección para el registro Decca fuera el norteamericano)
Siempre se le ha reprochado a Pavarotti la extroversión con que cantaba tanto “Questa o quella” como su gran escena del Acto II, quizá obviando el hecho de que una personalidad vocal así difícilmente podría haber ofrecido el Duque refinadísimo de la tradición de los tenores di grazia. Pavarotti se adhiere al aspecto más arrogante y sensual de la otra versión del Duque, la fundada por Caruso, siempre con di Stefano como un modelo más admirado que emulado (por fortuna). Así su Balada es un poco excesiva en cuanto a sonoridad y brillo; apunta la línea ligera y chispeante que debería presidirla en “Del mio core l’impero non cedo meglio ad una…” pero pronto se dedica a la exhibición de timbre y comunicatividad. En cuanto a “Ella mi fu rapita”, vuelve a deslumbrar en el recitativo, lleno de efectivos contrastes entre acentos incisivos (el segundo “Ella mi fu rapita”) y abandono lírico (“Talor mi credo, “Lo chiede il pianto”) que además se corresponden con un timbre sucesivamente squillante y sedoso. En el aria no encontramos ni siquiera los ligeros problemas de su registro Decca (el portamento para llevar la voz del re de “amata” al sol de “Ei”) sin embargo es perceptible un pequeñísimo roce en “soccorrerti”. Aunque no siempre atiende a los signos de diminuendo, lo compensa con el acento afectuoso y dulce (“Ned ei potea soccorreri”) Si acaso, reprocharle el reluciente sib prolongado de forma innecesaria y la idea de hacer crecer el sol agudo conclusivo tras una bellísima modulación (“Per te”) De nuevo se hurta la cadencia verdiana, que no parece haber cantado nunca, lo cual resulta inexplicable habiendo tenido el apoyo de los Bonynge.
Su canto en el dúo con Gilda contiene una sugestiva contradicción entre las palabras que hablan de amor casto y un fraseo arrebatador, lleno de rapaz sensualidad (“Ora che accendono”) A excepción de los grupetti (no muy nítidos) es una interpretación pulcra en lo musical pero sobre todo exaltada, impresionante en el pasaje “D’invidia agli uomini, sarò per te” creciendo hasta un gran sib para recogerse en suaves “Sarò per te” y “amiamoci”. Esta vez finaliza una vibrante cabaletta acompañando a Sutherland a un enorme reb4 (esta vez no hubo problemas).
En el Acto III encontramos a un intérprete desbocado, pero en el sentido de que tal es la seguridad técnica que en su canto no hay ataduras ni precauciones, sólo la alegría incontenible de un entregarse, un extático compartir el estado de gracia vocal y de personalidad. Esto se percibe en una Canzona de un trazo, elástica y vibrante, esta vez ligeramente matizada en su segunda estrofa. Estupenda cadencia, merece la pena atender al brillo del “di” y por supuesto al excepcional si natural, sobre la vocal “e”, temible para tantos tenores (entre ellos, Gigli) aquí perfectamente cubierta y sin embargo amplia, llena, fulgurante. Aun más spavaldo (arrogante) se muestra en la escena con Maddalena y el Cuarteto. Seguramente recordando aquella interpretación alla Caruso que le exigió Serafin, su galantería es exagerada y guasona (“Nel gaudio e nell’amore”, “La bella mano candida”) Magnífica la Canzonetta que lanza el conjunto, en particular por la morbidez en la repetición de “Tu puoi le mie pene consolar”. Impresionante el segundo ataque al si bemol, sobre el que realiza un regulador de volumen magistral. Cuando un cantante exhibe tal facilidad irrisoria en una pieza de esta dificultad (las subidas finales al sib son limpísimas) corre el riesgo dar la impresión de frialdad, aquí evitada gracias a un canto voluptuoso y el acento cordial.

Metropolitan Opera House. 22 de junio de 1972. Manuguerra, Sutherland.

Prueba de la expectación que suscitaron las representaciones es que existen registros de las funciones de los días 10 y 14 de junio, una de ellas “in house” y la otra realizada desde el escenario (con un característico sonido metálico).

Adelantando unos meses hasta el otoño de ese mismo año, traemos una nueva colaboración con Beverly Sills. En esta ocasión se trata de una función de “Lucia di Lammermoor” de las seis representadas en la War Memorial Opera House de San Francisco. Es una de las grandes recreaciones de Edgardo por parte de Pavarotti, aunque sigue faltando la escena de la Torre de los Ravenswood. Por desgracia de nuevo se debe sufrir un reparto menos que mediocre que impide que este registro sea una referencia de la ópera. Pavarotti entra en escena impetuoso, con un recitativo elocuente, lleno de urgencia (nótese la acentuación de “La mia perdita intera”) Es afortunada la moderación en el brillo y el volumen al atacar “Sulla tomba”, en particular el sottovoce de “Al tuo sangue” para posteriormente recuperar el sonido amplio y vibrante hasta un estupendo sib (donde sigue la tradición de cantar “Ah” en vez de “Sì”) Sills era una Lucia ligera de voz pero expresiva e intensa. Pavarotti resulta afectuoso en el tempo di mezzo, con su mejor intención en “Io di te memoria viva, sempre o cara serberò”. Sin embargo algo se le escapa en “Verranno a te”, con menos justificación cuando Sills lo canta en un hilo de voz, melancólico y evocador. Por supuesto es expresivo y amoroso gracias a la morbidez del timbre y el acento cálido (“Spargi un’amara lagrima”) pero la plena voz no permite llegar a la melancolía y la añoranza que se escucha a Pertile o Schipa (¿quién más lo hizo?) El registro incluye un hecho desconcertante en la cadencia, donde Donizetti escribió mib4 para Edgardo y do5 para Lucia. Lo habitual es escuchar un si bemol al unísono, pero en este caso se cambian los papeles: Pavarotti canta un discreto do agudo y Sills muestra el inicio de su declive en un estridente mib5. Seguramente fuera una iniciativa de Sills, siempre pendiente de añadir una cuota de espectáculo como muestra en varias ocasiones a lo largo de esta función. El efecto no es nada afortunado y es mejor fijarse en el excelente cierre.
Una de las grandes bazas de Pavarotti en el papel llegaba en el Segundo Acto, en la escena del matrimonio. Las exigencias del papel anticipan en este caso a Verdi, lo que se percibe ya en el Sexteto. Aquí luce la nitidez de su dicción, el brillo, su fraseo enérgico y cortante. Pero es la llamada “Maldición”, el Finale Secondo, donde simplemente sobresale por encima de cualquier otro Edgardo escuchable. Principalmente por el abandono heroico con que ataca su imprecación, enlazando “Il cielo e amor” con un primer la agudo (“Maledetto sia l’istante”) y fraseando con ímpetu irresistible y verdadera indignación. Timbradísimo segundo la (“Che di te”) y está sobresaliente al transmitir la agitación de un hombre que se expresa de forma entrecortada pero siempre dentro de los límites del canto (“Abbominata, maledetta, io doveva da te fuggir!”) La partitura indica en este punto “Ah, ma di Dio la mano irata vi disperda!”, culminada en la natural, pero se cree que fue Gaetano Fraschini (1816-1887), el Tenor de la Maldición, quien impuso la tradición de sostener el la agudo durante varios compases (“Ah, vi disperda!”) como se escucha aquí a Pavarotti con magnífico resultado: un la3 de platino puro que, cuando parece que ya no puede brillar más, crece hasta una squillante plenitud. Prodigioso. En esta escena Pavarotti sin duda se fijó en el arrebatado ejemplo de di Stefano; pero mientras el siciliano caía en lo verista debido al registro agudo desprotegido, el tenor modenés conservaba la noble fiereza del héroe romántico gracias al decoro vocal. Ziliani aconsejó a su protegido que acometiera con prudencia este pasaje; se comprueba como supo transmitir la sensación de arrojo e incluso temeridad, quedando el férreo control técnico en segundo plano.
La escena final de Edgardo es (junto a la de Gennaro) una de las que consagraron a Napoleone Moriani (1808-1878) como “Tenore della bella morte”, contribuyendo a crear la imagen angelical y doliente del héroe romántico. El recitativo evoluciona desde la resignada contención inicial, haciéndose más agitado y expansivo (“Ingrata donna!”) para caer en el desconsuelo en la conclusión. Primero susurra ese “Tu delle gioie in seno” en dulcísima media voz, luego reforzada (sol agudo) con efecto muy afortunado para conducir de forma natural al “Io della morte”, con timbradísimos la-si bemol agudos. El aria “Fra poco a me rivovero” comienza en este tono conmovido, pero en la sección central se hace demasiado extrovertida, demasiado destinada al público, desaprovechando la oportunidad que en “Ah, rispetta almen le ceneri”, el comienzo del da capo, ofrece para cantar a media voz (escúchese la vieja grabación de Enzo de Muro Lomanto) Aquí se limita a prolongar un amplio sol agudo en el estilo distefaniano de los 50. Mantiene esta dinámica en forte (incluido un brillante la natural) hasta “Chi muore per te”, donde aplica un regulador estupendo y acentúa con fervor. Canta la cadencia habitual con ascenso algo brusco a un squillante si agudo) Habría sido deseable un cierre más recogido (“Per te”) Tras una escena de transición donde se percibe un claro descuadre, llega la escabrosa cabaletta, elegía de una punzante belleza que sitúa al tenor en la tesitura más comprometida, la del pasaje. Pavarotti respeta el piano indicado, es más ataca en un hilo de voz “Tu che a Dio spiegasti l’ali”, manteniendo la nitidez y calidad del timbre. Habría sido deseable que hubiese recurrido en más pasajes a esta media voz, pero sin duda el abandono de frases como “Ne congiunga il Nume in ciel” y la intensidad del famoso pasaje ("O bell'alma innamorata") que incide sobre el fa sostenido y el la (**) son encomiables. La segunda parte, ya moribundo Edgardo, indica “con voz rota”, y es lo que se escucha: entrecortada, disipada apenas adquiere sonoridad, pero siempre alejada de tentaciones naturalistas. Cosas como “A te vengo”, “O bell’alma, ne… congiunga”, pertenecen al mundo de una estilización vocal que termina por paragonarse a la transfiguración. Es decir, el mundo del belcanto.

(*) Siempre según la autobiografía de Beverly Sills.
(**) Durante décadas fue tradición trasponer la pieza medio tono hacia abajo; en este caso se respeta la tonalidad original de re mayor.