27/3/07

Rachmaninov Obras Completas VIII. El Caballero avaro

“El Caballero avaro”, la segunda ópera de Rachmaninov, se basa en un relato de Alexander Pushkin. Fue estrenada en el Bolshoi en 1906 bajo la dirección del propio autor.
Si en Francesca da Rimini la lujuria era el tema central, aquí el pecado del protagonista es la avaricia. El joven caballero Alberto lleva una vida de derroche y lujo que su padre, el Barón, se niega a seguir financiando. Como resultado, acumula deudas con un prestamista (judío, por supuesto) que le sugiere una solución para que Albert pueda disfrutar de las riquezas de su progenitor y él recuperar el empréstito: envenenar al anciano. Albert rechaza la idea y decide pedir auxilio al Duque, señor de la corte local.
En la segunda Escena, el Barón se extasía ante su fortuna, pero no puede reprimir la angustia que le produce la ida de morir y que su hijo la dilapide.
En la tercera Escena, el Duque acepta presionar al Barón a petición de Albert. Éste escucha escondido la conversación entre ambos nobles. El Barón defiende su derecho a mantener a salvo su fortuna de un hijo ladrón. En ese momento Albert aparece y se declara ultrajado: llama mentiroso a su padre, quien le desafía a un duelo, aceptándolo éste. El Duque expulsa a Albert de la corte; el corazón del Barón no puede resistir la situación y muere, reclamando no al hijo pródigo, sino las llaves de sus cofres de oro.

La partitura es sombría y opresiva, en particular el preludio de la primera escena. La única concesión al lujo orquestal se da al final del monólogo del Barón, en la reluciente evocación del oro.
Que la disfrutéis.

5/3/07

Opus Ultimum (II): La Séptima de Sibelius

La Séptima Sinfonía en do fue compuesta entre 1918 y 1924, empezando Sibelius a esbozarla al mismo tiempo que finalizaba la Sexta. Durante el proceso creativo, como presagiando la lógica de su propio discurso, el plan original sufrió numerosas metamorfosis. En efecto, el autor anotaba en su cuaderno de trabajo en 1918: “Séptima Sinfonía: joie de vivre y energía vital con ingredientes “Appasionata”. En tres movimientos – el último un Rondó Helénico”. Sin embargo, el resultado fue muy diferente de lo previsto, lo que motivó incluso que Sibelius no estuviera seguro de querer llamarlo “Sinfonía”, estrenándose en Estocolmo con el título de Fantasía Sinfónica.



La culminación de una carrera.

Al poco tiempo (de su estreno) se publicó ya con la denominación de Sinfonía nº 7, considerándose en la actualidad la culminación del ciclo y uno de sus logros absolutos. Sibelius nunca se enfrentó al problema sinfónico de la misma forma dos veces; a la retórica heroica de las dos primeras y el juvenil neoclasicismo de la Tercera, sucedió un nuevo rumbo tomado con obras como “Las Oceánidas” y la Quinta, que le alejaba cada vez más de su temprana exaltación romántica o el trágico hermetismo de la Cuarta. Nos dice Matthias Henke: “La tendencia a evitar lo grandilocuente y presentar, por así decirlo, nada más que una destilación de los motivos del discurso musical es llevada a sus últimos extremos en la Séptima”. En el Sibelius maduro es el material el que establece la forma, como se comprobaba en el primer tiempo de la Quinta Sinfonía; el potencial de una idea, sus posibilidades desarrolladas al máximo son lo que determina la arquitectura de la obra. Así pues, Sibelius esculpió desde dentro hacia fuera este monolito sonoro en un único movimiento, en el que se suceden numerosos cambios de tempo manejados magistralmente mediante enormes pasajes accelerando y rallentando. En cierta forma, es la realización de un ideal propuesto por el primer tiempo de la Quinta o el último de la Tercera, que no es ajeno a las propuestas de la Sonata en si menor de Liszt o la Cuarta Sinfonía de Schumann. Son más o menos reconocibles las reminiscencias del primer planteamiento en tres movimientos, pues se pueden distinguir tres desarrollos en arco, en cuyo clímax aparece un motivo en los trombones sometido a un proceso de ósmosis con los diferentes contextos. La ambigüedad de esta figura (una segunda descendente seguida de una cuarta ascendente) ha suscitado las habituales interpretaciones más o menos plásticas que se asocian a la música de Sibelius. No parece absurda la imagen del Sol iluminando un paisaje a lo largo de las distintas fases del día, pero no es necesaria para disfrutar de la obra. Este motivo es el que cohesiona la Sinfonía, al tiempo que parece proponer nuevos caminos, da pie a la introducción de ideas y actúa como vértice de las continuas variaciones de tempo.

Audición.

Sin el ánimo – inútil por otra parte – de diseccionar la Sinfonía, podemos ofrecer la siguiente guía de audición basada en notas de Harry Halbreich:
Adagio en tempo 3/2: Desde el material más básico en los timbales un acorde de la bemol menor detiene una frase ascendente de la cuerda grave, creando un efecto desconcertante, como si buscando la luz de repente nos envolviera la oscuridad. Pronto las maderas instauran do mayor con sus melismas, disipando así las sombras y anunciando el clima de serenidad Olímpica que preside la partitura. ("Parsifal finés", la llamó Koussevitzki) Una tierna y bellísima cantinela, armonizada en coral, se despliega en las cuerdas con una calma única entre la música del torturado S. XX. Como por afinidad, los instrumentos de viento se incorporan con creciente confianza y preparan la primera aparición del augusto motivo de los trombones, expuesto en toda su gloria. Tras una llamada de atención de la percusión, las maderas entonan una sutil melodía que no es ajena al mundo de onírico de Debussy. Los oboes alteran el tempo con sus frases (Un pochettino meno adagio) Hay algo sensualmente panteísta en esta primera transición, como si la Naturaleza se despertara perezosamente bajo las primeras luces, benévolas y maternales, del día. Sin embargo, no tarda en aparecer un carácter ominoso, casi mecánico, en lo que se suele considerar un primer Scherzo (violines y maderas, Affrettando al Vivacissimo) La segunda afirmación de los trombones (Poco rallentando al Adagio), teñida de la sombra breve pero profunda de la tonalidad de do menor, actuaría como sección secundaria del episodio. Sin darnos cuenta nos encontramos (Poco a poco meno lento) con un nuevo Scherzo (Allegro molto moderato) desarrollado en una pequeña forma sonata. En la melodía principal, optimista y robusta, se ha creído reconocer una canción de marineros. Los diálogos entre maderas, cuerda y timbales van animándose (Poco a poco meno moderato) hasta que se desencadena una stretta (Vivace-Presto) y los metales enuncian poderosas frases ascendentes preparando el momento de mayor emoción de la Sinfonía. Los trombones entonan su última peroración sobre un ostinato de las cuerdas que crece y asciende de tesitura hasta desbordarse (Poco a poco rallentando all’Adagio). Silencio. Retorno de la melodía debussyana, pero esta vez en un clímax colosal de los metales sobre frases entrecortadas, inquietantes, de la cuerda. La densidad de texturas del pasaje, su épica monumentalidad, son un extremo refinamiento del coral de la Quinta, pero también evocan el vaivén del oleaje de “Las Oceánidas”. Un fortissimo atronador cierra la transición y los violines divididos cantan en su extremo agudo (Largamente molto), momento de una intensidad paralizante, para finalmente entonar una sencilla cadencia (affettuoso) mientras la trompas, dulcemente, memorablemente, reflexionan sobre la frase principal de la Sinfonía. Como cerrando un círculo, las maderas intentan recordar sus primeras frases, allá por el comienzo de la jornada, pero la emoción ya no puede sostenerse, la plenitud se ha alcanzado, la belleza es inefable: apenas pueden balbucir fragmentos de melodía. ¿Qué más se puede esperar en este momento? Casi de la nada, aparece una progresión armónica del Valse Triste. ¿Es, pues, la muerte? ¿O sólo un ocaso, al que seguirá un nuevo día? Un descomunal pizzicato no permite reflexionar sobre ello e introduce una postrera demostración de poder, como si el Sol incendiara el firmamento al hundirse en el mar. Y la orquesta lanza un acorde de do mayor contra la noche estrellada.

Como comprobamos, una simetría orgánica preside la Sinfonía, en el fondo un enorme Adagio que aloja dos Scherzi. Su coherencia y su lógica, características que más admiraba el autor en el género sinfónico, son mucho mayores de lo que una primera audición deja imaginar. Sibelius pudo preguntarse qué le quedaba por hacer tras tal apoteosis. Una Octava Sinfonía fue probablemente más que esbozada pero de inmediato destruida. Sólo quedaban por delante la música incidental de La Tempestad y Tapiola, que complementa a la Séptima con la inexorabilidad con que la noche ha de seguir al día. Después… Silencio hasta el final.

Discografía sucinta.

La discografía de la Séptima es amplia, pero cinco registros dominan las referencias: Yevgeni Mravinski, Lorin Maazel, John Barbirolli, y los dos de Leonard Bernstein. Mravinski (en vivo, año 1965) es enormemente dramático, las secciones de cuerda tienen un gran relieve expresivo (escúchese la primera frase de la Sinfonía, o el alucinante fraseo de los violines en el Largamente molto). La continuidad del discurso no está reñida con la atención al detalle y las transiciones están traducidas con inexorable urgencia. Sería la versión definitiva de no ser por el particular sonido de los trombones de la Filarmónica de Leningrado, algo tremolantes en sus peroraciones. Es Maazel quien firma dicha versión soñada. La Filarmónica vienesa en sus manos se pliega a lo íntimo y camerístico del comienzo, pero también ofrece un sonido poderoso, con una claridad de planos absoluta en los momentos más complejos. Uno de los más grandes trabajos del director francés, permanece intocable por su dominio de los clímax, en particular del último, hasta ahora insuperado por la continuidad del canto de los metales sin ceder al tentador ostinato de los violines. A Barbirolli, que traza un Adagio cautivador, le fallan ligeramente los metales de la Hallé en ese punto (aunque el relieve de la sección de vientos en toda la partitura es de un colorido y una personalidad únicos; casi se percibe canto de pájaros en la stretta) Bernstein, en los años 80, afronta los pasajes capitales recreándose en su entusiasmo, por lo que oculta no pocos detalles en la apoteósica marea sonora de la Filarmónica de Viena. Hay varios excesos en las dinámicas a lo largo de la interpretación y no es raro que aparezca cierto énfasis fraseológico característico de sus últimos años. Una versión, como mucho de lo que grabó en su etapa europea, que retiene un atractivo irracional.
Vamos a escuchar una versión menos conocida de lo que debería, la que grabó el propio Leonard Bernstein más de veinte años antes con la New York Philharmonic Orchestra. El joven Lenny ofrece una Séptima repleta de esa joie de vivre en la que pensaba Sibelius, es una interpretación completamente positiva, en la que aun las zonas de sombra son acogedoras y cálidas. Una versión (como la de Barbirolli) de un romanticismo ingenuo y panteísta, con un sonido menos solemne y suntuoso que las anteriores (el registro vienés se inclina más hacia la sotisficación impresionista). De hecho el equilibrio entre maderas y cuerda, la transparencia de planos, el rigor en contar lo realmente importante, la ausencia de estruendos gratuitos, hacen pensar en el neoclasicismo de la Tercera (por ejemplo en los juegos entre percusión y vientos del primer Scherzo). Y todo con la fantasía y espontaneidad del primer Bernstein, que impregna de sensibilidad el Adagio inicial o propulsa la jubilosa stretta con enorme energía. No faltan momentos fragorosos, como el regreso del Adagio tras la última sección de los trombones o la potente ejecución del pizzicato poco antes del final.

Disfrutadla.

(Preparé este texto para la "Obra de la semana" que se propone en Foroclásico. Blog de la Obra de la semana.)

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Recordaremos a Jean Sibelius a lo largo de 2007, con ocasión del Cincuentenario de su muerte.