15/12/06

Los tenores de los 60 (II)

Gianni Raimondi (1923): En plenitud de sus medios, sorprende la escasa atención que le prestaron las discográficas a Raimondi, pues gozó de un predicamento importante en esta década.  No era para menos, puesto que presumía de una estupenda voz de tenor lírico, amplia y viril. La extensión tocaba fácilmente el do agudo y exhibía verdadero squillo, resultado lógico de una técnica de sombreado y pasaje sin fisuras. Técnicamente Raimondi pareció conformarse con asegurar este registro agudo, clave en su ascenso, pero no profundizó en la modulación y regulación del sonido. El sustento del aire parecía estar pensado exclusivamente para un discreto mezzopiano y también mostraba algunas rigideces para ligar frases amplias. Su dicción era irreprochable.
El intérprete se basaba en efusiones más bien genéricas que evidenciaban su principal problema: la falta de una verdadera personalidad, si no original o inconfundible, al menos reconocible. Esto, rodeado como estaba de personalidades arrasadoras, fue fatal para él. Aunque gozó de reputación de cantante fiable, nunca supo imponer algo más que una voz agraciada y sus agudos. Tampoco pareció sentirse cómodo en el estudio de grabación y sus pocos trabajos discográficos no lo muestran especialmente inspirado. Limitado para construir interpretaciones por su capacidad para el claroscuro, restaban la emotividad honesta, ajena a excesos, la entrega y la cordialidad inmediata del timbre. Mientras estuvo en plena forma destacó en los papeles extremos de la cuerda como el Duca, Fernando y Arturo. Como en los casos de Devereux y Percy faltaba el verdadero estilo belcantista que sólo podía dar la variedad dinámica, pero la corrección de su fonación ya supuso un paso adelante con respecto al canto de los cincuenta. Fue, además, el Rodolfo favorito de Herbert von Karajan, como demuestra que lo escogiera para la filmación de La Bohème con dirección artística de Franco Zeffirelli. Éste fue el punto culminante de su carrera. Con la década, evolucionó hacia cometidos de lírico spinto con igual autoridad, pero cayó a menudo en la rutina, como muestran sus actuaciones en Pollione o Arrigo.
A la sombra de di Stefano durante los cincuenta, parecía haber llegado su oportunidad con el declive de éste. De estos primeros años de la siguiente década datan importantes funciones en La Scala, sobre todo dentro del repertorio de la Giovane Scuola (Pinkerton, Fritz, Rodolfo). El ascenso de Pavarotti fue paralelo al relativo ocaso de Raimondi como primera figura, algo simbolizado por el debut en La Scala del modenés sustituyéndolo como Rodolfo (en aquella ocasión por enfermedad). Desde 1969 hasta 1977 se vinculó a la Ópera de Hamburgo: es una parte de su carrera ciertamente olvidada. Si bien el relativo oscurecimiento del nombre de Raimondi es de lamentar, también hay que reconocer un temprano ocaso de sus medios, evidenciado por la aparición de sonidos duros y los problemas de fiato a finales de los sesenta.


Giuseppe di Stefano (1921): A pesar de su decadencia en los 60, di Stefano se mantuvo en los escenarios gracias al carisma del intérprete, sostenido por sus incondicionales pese a lo poco que quedaba de su voz, seguramente la más amada de la segunda mitad de siglo. En sus inicios el instrumento era fácil, corpóreo y aterciopelado en el centro y dotado de una luminosidad solar en la zona alta. Además, llegó a recordar a los tenores di grazia en el gusto y la morbidezza de la emisión, adornada de medias voces y sonidos mixtos excepcionales (des Grieux, Faust). Sin embargo, nunca tuvo resuelta la emisión por encima del pasaje, de hecho extendía su registro de pecho hasta el do4, abriendo por tanto el sonido de forma antimusical (especialmente en el belcanto) y dañina para la voz. Por otro lado, Di Stefano siempre denostó la emisión con “suono coperto” porque la sentía reñida con la dicción "auténtica" que buscó toda su vida. Ello, unido a una naturaleza pasional, que le impulsó a cantar papeles de spinto y a buscar efectos veristas, precipitó su desgaste (“Total, que cantó bien 7 años”, apuntaba Rodolfo Celletti) y le hizo caer muchas veces en la vulgaridad: para principios de los 60, di Stefano era un tenor permanentemente esforzado, que caía en sonoridades a veces engoladas y otras abiertas, y apenas retenía algo del apasionado fraseggiatore que fascinaba en los primeros 50 como Cavaradossi, Pinkerton o Rodolfo.
Aparte de las numerosas cancelaciones que supusieron buenas oportunidades para Pavarotti, su influencia, matizable, en cuanto a dicción y fraseo fue imprescindible en su formación. Pippo es el ídolo de Pavarotti, Domingo y Carreras, quienes en algunos aspectos le imitaron incluso sus vicios.


Richard Tucker (1913-1975): Con una amplia carrera casi exclusivamente americana fue, junto a Jussi Bjoerling, uno de los favoritos del Met, con cuya compañía cantó más de 600 veces los grandes papeles verdianos y veristas. Poseía una sólida voz de spinto, de centro sombreado y registro agudo fulmíneo, por lo menos hasta el si3. Admirables la segura afinación y la igualdad en toda la tesitura, a pesar de un timbre no muy grato. Tucker era un tenor vehemente, con una comprensión mayor del canto italiano que la mayoría de los cantantes anglosajones (recordemos que fue Radamès en la Aida de Toscanini) lo que demostraba en la variedad de acentos y el ímpetu de su fraseo. Sin embargo, su dicción era algo espesa, así como su pronunciación italiana, lo que en algún momento ha recordado los defectos endémicos de la escuela norteamericana (“la patata en la boca”), en Tucker más derivados de la guturalidad propia del idioma inglés que de un problema técnico (pues su apoyo sul fiato era casi canónico) Posiblemente ésta sea la causa de la menor apreciación que ha gozado entre los públicos latinos (su debut en La Scala llegó en una fecha tan tardía como 1969) Tucker asumió los papeles más pesados con prudencia, lo que le permitió estar todavía en forma durante los 60, mientras sus rivales declinaban. Brilló especialmente en Don Álvaro, Radamès, Riccardo, des Grieux, Rodolfo o Eléazar.


Jon Vickers (1926): Ya con una carrera importante a sus espaldas, alcanzaba entonces su prestigio y reconocimiento máximos, tras su consagración en el Covent Garden con Don Carlo (1956). Una sólida voz de tenor dramático, con un rango dinámico amplísimo, desde unos fff atronadores hasta el ppp susurrado, recurso del que quizá abusara (derivando a veces en el rechazable falsete). En la base de esta personalísima voz, una técnica heterodoxa, que podía producir sonidos plenos y robustos y otros con escaso apoyo, con una tendencia a los ataques imprecisos (recordemos su legendario gallo en Bayreuth). Tampoco su timbre, árido, con un metal poco noble y aun leñoso en la zona aguda (¡aunque cantó Duca en sus inicios!), correspondía a los cánones, y la afinación siempre fue uno de sus grandes problemas. Suplió su escaso idiomatismo en el repertorio italiano con su inteligente y respetuosa aproximación a la partitura. Las virtudes apuntadas y la entrega total del intérprete hacían perdonables sus defectos. Sus mejores papeles en el repertorio que nos ocupa fueron Canio, Otello y Don José, donde la penetración sicológica del artista en los personajes dio resultados imperecederos. También fue memorable en Tristán, Florestán, Siegmund o Peter Grimes.


Audiciones:


Desafortunadamente no tenemos a mano la Favorita grabada por Gianni Raimondi, hasta donde sabemos el único (1) registro de estudio que hizo (¡!) junto a la banda sonora de la Bohéme de Zeffirelli y von Karajan. Según ha escrito Leone Magiera en "Pavarotti, Metodo e Mito", Raimondi se bloqueaba ante el micrófono. Así pues, recurrimos a registros en vivo para retratar a este cantante postergado.

Del excelente Duca de Rigoletto que hacía este tenor, viril y arrogante, escuchamos su briosa (como pide la partitura) Balada. La tesitura de “Questa o quella” es bastante grave, lo que pone en dificultades a las voces más ligeras. Raimondi no tiene problemas (“A quant’altre d’intorno mi vedo) y asciende con suficiencia al la bemol, quedando quizá algo fijo el último. Roba unos cuantos alientos en el fraseo, aunque transmite un buen humor muy de agradecer. Sin especiales matices, es sobresaliente su intervención en “È il sol dell’anima”, gracias a la calidez de acentos y la seguridad de la zona aguda (penetrante la3 en “Agli angeli”) En la cabaletta toma el re bemol, aunque interpola alguna nota para prepararlo. Leyla Gencer, que tampoco tuvo suerte con las discográficas, da relieve a Gilda con una voz más importante de lo habitual en este papel y una expresión ensimismada.
“La donna è mobile” es despachada con algo de vulgaridad, aparte de un si natural que por lo menos en la grabación suena estridente (es posible que tuviera tendencia a crecer la afinación del registro agudo). En “Bella figlia dell’amore” liga con gusto las primeras frases, aunque respira para acceder al primer si bemol agudo, lo que de nuevo delata un fiato corto. Un Duca impetuoso, diferente del aristocrático Bergonzi o del refinado Kraus. Grabación del Colón de los años dorados (1961)

Arturo de I Puritani es un papel cuyas exigencias en el registro agudo son sólo comprensibles pensando en los tenores del S.XIX, que resolvían las notas por encima del sol3 mediante los sonidos mixtos. Raimondi pertenece a ese selecto club de tenores que han cantado el papel asumiendo los sobreagudos a plena voz: Nicolai Gedda, Alfredo Kraus y Luciano Pavarotti son los más destacados. Sin la corrección estilística de los citados, Raimondi sin embargo es una excepción en aquellos años, reciente el Arturo aguerrido de Mario Filippeschi.
Quizá la más difícil aria de salida del repertorio, “A te, o cara” tiene escrito un do# sobreagudo, aquí resuelto con seguridad. Además, moldea con cuidado la melodía belliniana, sin descuidar la intención de esta declaración de amor (alguna inflexión recuerda a di Stefano). El público del Colón rompe a aplaudir tras el agudo que interpola al final de la segunda estrofa. Otra vez acompaña al tenor la soprano turca Leyla Gencer, a quien escuchamos en el dúo del último acto. Cálido y afectuoso en “Nel mirarte un solo istante”, sosteniendo un do4 estupendo. Atención a la expresión transida de la Gencer en “Pur tre secoli di sospir e di tormenti”. “Vieni fra queste braccia” está baja medio tono, algo habitual en un papel que Alfredo Kraus calificó de “inhumano”. Sin embargo, el público enloquece con razón, pues es un Arturo apasionado e impetuoso, que canta unos reb sobreagudos espectaculares (aunque no particularmente bellos). Ambos están para comérselos en la conclusión, con un do al unísono admirable. A pesar de que las aspiraciones y golpes de glotis que incorpora a “Credeasi misera” no están muy en estilo, su interpretación, nerviosa, heroica, es convincente. Supera con solvencia la temible frase “L’ira saziate, Ah!, Poscia...” pasando por re bemol4 y do agudo. Grabación de 1961.

De la función inaugural de La Scala de 1963, con la preciosa L’Amico Fritz de Mascagni, escuchamos el maravilloso dúo del último acto. Desconsoladoramente bella la Suzel de Mirella Freni (su “Non mi resta che il pianto” entusiasma al público). Le responde Raimondi, más tierno que seductor (como corresponde al personaje) en su declaración “Io t’amo, t’amo, dolce mio tesor”, frase musical que encuentra en ambas voces – líricas, radiantes – un vehículo ideal para expandirse hasta el éxtasis del postrero “Imparadisa il cor!”, peligroso momento (do agudo casi a cappella) que ambos hacen mágico.

Nuevamente en compañía de Mirella Freni, escuchamos una función vienesa de La Bohème bajo dirección de Herbert von Karajan. En su aria retrata a un Rodolfo de fraseo efusivo y juvenil, pero algo impersonal. El timbre es idóneo para el papel, pues a la robustez de la zona media y grave se une el brillante registro agudo. Nos recuerda ese fiato corto en los finales de frase, que tiende a romper ligeramente. La proyección del sonido por el encima del paso es sobresaliente, como demuestra en “Talor dal mio forziere” y el penetrante do agudo. Ardoroso “O soave fanciulla”, junto a la radiante Mimì de Freni, para ensimismarse en la medias voces de“Fremo nell’anima, dolcezze estreme” y estupendo do4 fuera de escena. El racconto del Acto III supone una prueba muy dura para un tenor lírico, pero Raimondi tenía el suficiente empuje para superarla, como se comprueba en “Amo Mimì sovra ogni cosa all mondo” o “Di sangue ha rosse”. Para respetar la continuidad de la escena, no suprimimos la despedida de Mimì, donde Freni ya era una maestra (1963). Raimondi se muestra sensible al comenzar el Cuarteto, con una ensoñador “Addio sogni d’amor”. Algo justo el fiato en “Rimavo con carezze”, que queda falto de matización. Tras las exigencias dramáticas de “Mimì è tanto malata”, el papel vuelve a exigir la efusión y los tonos cálidos y melifluos de un tenor lírico en frases como “Mentre a primavera c’è compagno il sol”, la bellísima “Balsami stende sulle doglie umane” o “Alla stagion dei fior”, que Raimondi canta a media voz (lab agudo). Mussetta es una ligerita Hilde Güden y Marcello el inevitable – y estupendo – Rolando Panerai.

1: El joven Cónsul Sharpless, habitual de la Tertulia del Foyer, me recuerda que también grabó La Traviata con Scotto.


Las contradicciones del arte de Giuseppe di Stefano quedan expuestas en esta interpretación del aria de Faust. Con un timbre seductor, medias voces aterciopeladas (“En cette pauvreté”) podemos comprobar como abre los sonidos en la zona alta (“Tu fis avec amour”) perdiendo metal, aunque entonces – 1951 – el sonido seguía siendo bello. Sobre el do agudo que apiana al final se han escrito tantos elogios que parece que nadie advirtiera que está abierto. Hay que reconocer que el diminuendo, hasta un ppp delicuescente, es ciertamente embaucador. Grabación de la Ópera de Chicago.

Lo mismo puede decirse de “Che gelida manina”, insinuante y viril desde la primera frase. Ya se notan problemas (1951) en “Chi son? Che faccio…”, o “Talor dal mio forziere”, pero también frases de enorme belleza: “Tosto si dileguar”. Es casi aterrador el do agudo, aún brillante, pero cantado sin el giro previo imprescindible (en "La-a spe...") que permitiría enmascararlo . Aquello, simplemente, no podía durar mucho. Hipnotizante regulador para terminar (“Vi piaccia dir”)

La legendaria Tosca de 1953 sigue vigente gracias a la dirección de Victor de Sabata y la encarnación de la protagonista por parte de Maria Callas. Muy atractivo el Cavaradossi de Pippo, para el que tenía la voz ideal de tenor lírico pleno. Controlado por de Sabata, cantó a su máximo nivel, aunque realmente todas las notas por encima del la agudo estén abiertas o engoladas y los legendarios pianissimi sean ya falsetes (por tanto no lo señalaremos en cada punto para no resultar repetitivos). La calidez de acentos es la mejor baza de su “Recondita armonia”, como escuchamos en “La ardente amante mia”. Expansivo en la conclusión, se observa como la voz se le va quedando en la gola, sobre todo en el si bemol agudo. La empatía entre Callas y di Stefano fue absoluta durante la carrera de ambos, y así se palpa en el dúo del Acto I. Nótese la complicidad expresiva entre la punzante Tosca de Callas (cada uno de sus “Mario!” es diferente) y las cariñosas reconvenciones de Cavaradossi (“Lo nego e t’amo”, “Prezioso elogio!”, “Mia gelosa!”) El experto en el “arte de hacerse amar” frasea como nadie “Qual occhio al mondo” o “Mia vita, amante inquieta”. Aún es excepcional en ciertos aspectos su “E lucevan le stelle”, con ese timbre acariciador que coloreaba – entonces – con tan buen gusto. La voz se deshace en un hilo en la gran frase “Disciogliea dai veli”, pero ya es un sonido sin apoyo, afalsetado, que se separa completamente de la voz plena. Sin embargo conserva su belleza en la difícil “Tanto la vita”, que según Lauri-Volpi es temible para un tenor lírico. Si Corelli encarnó al Cavaradossi heroico, di Stefano fue el Cavaradossi lírico.

En los 50 di Stefano fue asumiendo papeles cada vez más pesados, en particular los del verismo, que eran los más cercanos a su temperamento. Los papeles verdianos, aparte de oponerle dificultades a menudo insuperables en el pasaje y el agudo, no terminaban de adecuarse a su estilo apasionado y excesivo, en cierta forma carente de nobleza. Mientras la voz aguantó, que fue durante pocos años, los resultados a menudo fueron excitantes. En el caso de Cavalleria Rusticana, lo racial se aliaba a lo musical, pues di Stefano es siciliano. En 1953 grabó Turiddu bajo la dirección de Tullio Serafin junto a Maria Callas con sobresalientes resultados. La difícil Siciliana – incide de forma continua sobre el paso – era idónea para el canto expansivo y sensual de di Stefano, aunque se echen de menos las sutilezas de un Gigli (sobre todo al final). Bien resueltos los ascensos a la zona aguda. Irreprochable en el Addio alla madre, con expresión trémula y conmovida (“Mamma… Mamma. Quel vino è generoso”) Las subidas al agudo (“Un bacio, un bacio, mamma”) se abren pero son musicales – y muy expresivas.
Su Canio, aparte de tener un timbre arrebatador, es más humano que otros escuchados. Enlaza con arrojo “Sul tuo amore infranto”, con brillantes agudos y es bellísima la frase “Ridi del duol che t’avvelena il cor!”, al borde del llanto. Más que ira, hay espanto y dolor en esta interpretación. Sin duda, una de las que más hayan podido influir en José Carreras, que tanto le ha admirado desde siempre. Grabación de 1954 con la misma compañía que Cavalleria. .

Retrocedemos hasta 1947, un año después del debut profesional de di Stefano (en la Manon de Massenet) para apreciar la mayor frescura de la voz en este recital grabado con Alberto Erede. El “Adiós a la vida” es muestra del instinto infalible para colorear una frase y hacerla suya (“Mi cadea fra le braccia”) El “Lamento de Federico” nos recuerda que hubo unos pocos años donde cantó muchos de los más bellos sonidos emitidos por tenor alguno, además con un gusto excepcional. Fascinante el color de “Come l’invidio”, o la postrera “Mi fai tanto male, ahimè!” En aquellos años, Pippo era el tenor más querido por el público.

El perfil del tenor siciliano nunca estaría siquiera esbozado sin escucharlo cantando Napolitanas, género en el que sus modos calurosos, al borde de lo hormonal, encontraban un terreno incluso más propicio que en la ópera. Se ha llegado a escribir, no con poca malicia, que di Stefano cantaba como un gondolero. Sin embargo, este gondolero meridional nos fascina desde sus “Catarì, Catarì” de la conocida canción de Salvatore Cardillo “Core’ngrato”. En “Tu nun'nce pienze a stu dulore mio” sintetiza lo que debe ser la expresión en este género, sincera pero volcada hacia el exterior. El agudo final está pegado a la gola. “Torna a Surriento” fue compuesta por Ernesto de Curtis para promocionar el turismo en la bahía napolitana, y nadie mejor que Pippo para dar voz a esas soledas latitudes. Frases como “Dinto ‘o core se ne va” nos muestran al encantador de serpientes en estado puro. Una lástima, como en la estupenda “‘O sole mio” de Eduardo di Capua, que los agudos que se quedan atrás. Son grabaciones de 1953, con dirección y suponemos que arreglos de Dino Olivieri.


Richard Tucker esperó hasta los 60 para incorporar Radamès a su repertorio, pero lo cantó en versión de concierto en 1947 bajo la batuta de Arturo Toscanini. Recientemente reeditada en DVD, esta Aida es imprescindible a pesar del mediocre reparto femenino, destacando también por el Amonasro de Valdengo. Escuchamos – de nuevo – “Celeste Aida”, donde se puede admirar como la orquesta del Maestrissimo canta con Tucker. Con la voz fresca, timbradísimos ascensos al si bemol agudo, como siempre, atacados por el mismo centro de la nota. Se respeta – ¡cómo no! – la alternativa prescrita por Verdi al morendo del sib en “Un trono vicino al sol”.

El Cavaradossi de Tucker compitió en el MET en los 50 con el de Jussi Bjoerling y en los 60 con el de Franco Corelli, quienes aportaban timbres más seductores y personalidades quizá más envolventes (por lo menos en el caso del italiano). Sin embargo, hacía una interpretación fogosa y arrojada muy satisfactoria. Aquí está el efusivo “Amaro sol per te” que le entona a la apolínea Tosca de Renata Tebaldi para convencernos. Cantar junto a ella era un problema para cualquier tenor, no sólo debido al caudal canoro de la soprano pesarense, sino al metal en punta, al descomunal squillo de su emisión. Tucker supera la prueba, como comprobamos en ese si agudo al unísono y el posterior dúo sin acompañamiento (momento en el que ambos cantantes quedan totalmente expuestos sin posibilidad de pegar capotazos) donde casi la aventaja en brillo y riqueza. Aprovechamos para recordar a la Tebaldi, fallecida hace dos años (19 de diciembre). Grabación realizada en el MET en 1956, dirige Dimitri Mitropoulos.

La Forza del Destino fue una ópera tan priviliegiada por las voces de los años 50 y 60 que espanta su orfandad de intérpretes en la actualidad. Junto a Bergonzi, del Monaco y Corelli, el tenor americano fue el principal intérprete de Don Alvaro. Atendemos a una función muy especial, pues fue la primera (2) en el MET después de la muerte de Leonard Warren sobre el escenario cantando “Urna fatale”. Visiblemente emocionados, Renata Tebaldi, Tucker, Mario Sereni y Jerome Hines le rindieron tributo con una de las grandes noches de ópera de la historia del teatro. Una tristeza profunda invade la escena del tenor, en especial cuando exclama “O quando fine avràn le mie sventure”. Tucker siempre tuvo muy presentes a los intérpetes italianos de los años 20 y 30, como demuestra esta “O tu che in seno”. Los ataques al agudo van acompañados de pequeños golpes de glotis y no esquiva el singhiozzo cuando ayuda a reforzar un acento, lo cual en esta oportunidad administra sabiamente (a veces abusaba de este recurso) llegando a conmocionar. Impresionante si bemol3 en “Leonora mia, pietà”. El Alvaro de Tucker, heroico de medios, es sin embargo más vulnerable que el de del Monaco. Escuchamos los tres dúos de Carlo y Alvaro, donde Sereni sustituyó muy dignamente a Warren (Recordemos que en aquellos años Guelfi, Protti, Bastianini, Merrill o el sensacional MacNeil estaban también disponibles) En “Solenne in quest’ora” Tucker transmite la debilidad del convaleciente con su canto a media voz, sin cargar las tintas en los ascensos al agudo. En “Voi che si larghe cure”, arrebata a pesar de un timbre poco grato; escúchese la nobleza del canto en "No, d'un imene il vincolo" o como enlaza “Ah! E s’ella vive insieme”. Impresionante su invocación al final del acto, “Al chiostro, all'eremo, ai santi altari / L'oblio, la pace chiegga il guerrier”, con un si bemol apoteósico. El complejo dúo del último acto nos muestra a Tucker plegándose a un canto introvertido que según avanzan las provocaciones de Carlo (estupendo Sereni, a pesar de ese vibrato rápido) se va crispando. Bello regulador en “Assistimi Signore” y bien enlazada esa sublime frase que es “Sulla terra l’adorata / Come in Cielo amar si puote”, aunque no le haga justicia del todo: en esa tesitura su habilidad para apianar era algo limitada. Nótese la plenitud del descenso al grave de “Io mi prostro al vostro pié”, donde otros se quedan sin aire; Tucker era un spinto puro. Tremendo el “Uscite!”, que traspasa la orquesta con una energía incontenible, así como el fraseo en la stretta “Ah! Vieni, vieni!”, una especialidad de la casa.

Llegamos al final de la carrera de Tucker, que murió en 1975 antes de un concierto que iba a ofrecer con su amigo Robert Merrill. Unas pocas semanas atrás había cantado La Juive en el Liceu de Barcelona, provocando una enorme conmoción. Eléazar era un papel recientemente asumido, muy amado por el tenor. Escuchamos un ejemplo palmario de la capacidad de un intérprete para comunicar superando la barrera del idioma – su pronunciación francesa era deficiente – y ciertas limitaciones técnicas – tenía entonces 61 años y el fiato era administrado algo libremente. El registro agudo evidenciaba desgaste, pero seguía expandiéndose con un metal envidiable. Esta “Rachel, quand du seigneur” es de 1974.

2: Por indicación de Andrea, forense de Ópera Actual, aclaramos: el mismísimo día posterior a la función del 4 de marzo de 1960, fecha de la muerte del barítono americano, hubo representación de Andrea Chénier con Bergonzi, Milanov y Bastianini. La que escuchamos fue la primera Forza que volvió a reunir al reparto del día fatídico (Tebaldi-Tucker-Hines)

Es curioso que el verismo atrajera a Jon Vickers, pero cantó Pagliacci en muchas ocasiones y desde una perspectiva que por austera y contenida no le impidió construir un personaje temible. Podemos escuchar verdadera congoja en el recitativo de su escena, con un escalofriante “Tu sei Pagliaccio!”. Sensacional “Vesti la giubba”, cantado con una severidad que nos recuerda a su Otello. Estremecedor el cambio de expresión dentro de la frase “E se Arlecchin t’invola Colombina”. A partir de ese momento incorpora perfectamente un sollozo al canto, haciéndolo conmovedor. Los ascensos al agudo son trabajosos pero contundentes y alejándose del verismo más truculento, prefiere conservar la dignidad del personaje terminando a media voz. Sin duda debió de aterrorizar al público del Colón (1968) con su “No, Pagliaccio non son!”, que transmite un genuino sentimiento de ultraje. Gran fraseo de “Più che in Dio istesso in te!”, previo paso por un si bemol agudo que ataca desde abajo pero hace crecer magníficamente. Más prudente el posterior “O meretrice abietta!”. De nuevo podemos oponer el irracional Canio de del Monaco al de Vickers, que lo ve como un hombre que no deja de serlo a pesar de que lo arrastren sus pasiones. Amenazante, terrible, pero con un fondo de humanidad hasta la última frase.

De nuevo buscamos el juego de las comparaciones escuchando el Otello de Vickers, que empezó a adquirir relevancia en los 60 coincidiendo – todo hay que decirlo – con el declive de del Monaco. De su segunda grabación de la ópera, ya maduro en 1973 y con la rutilante orquesta de Herbert von Karajan, seleccionamos sus mejores momentos – que también los tiene menos afortunados, como el “Esultate!”. Sobre un encendido acompañamiento de Karajan, Vickers desgrana el dúo “Già nella notte densa”, respetando casi todas las indicaciones dinámicas y expresivas, con la notable excepción del piano sobre “E mi colga nell’estasi”. La voz, ya desgastada y al borde del graznido en el agudo, se pliega en los momentos líricos, huyendo de las expresiones altisonantes. Dudoso canto afalsetado en “Già la pleiade ardente in mar discende”, que ha dado problemas a más de un tenor, pero elogiable su media voz en “Venere splende”, algo que ni siquiera en disco se respeta normalmente. Maravillosa, resplandeciente la Desdemona de Freni, con un canto cálido y medias voces acariciadoras. Vickers era un gran actor vocal, como demuestra el hecho de que superara una pronunciación italiana defectuosa (esas erres arrastradas…) para comunicar las intenciones del texto. Lo comprobamos en el dúo del Acto III, donde llega a resultar terrorífico (“Corri alla tu condanna…”) A continuación es interesante resaltar la calma con que inicia su “Dio! Mi potevi”, al borde del susurro y acumulando tensión de modo que en la frase “L’anima acqueto”, con ese pianissimo, el personaje parece expresar la resignación del que lo ha perdido todo. Lástima, de nuevo, esa pronunciación de las consonantes. Bien resuelto el ascenso al si bemol agudo, más correcto que el impreciso “O gioia!” conclusivo. Aprovechando un acompañamiento idóneo, la interpretación de “Niun mi tema” es genial sin discusión. Lejos de las tonantes intervenciones de del Monaco, canta a media voz prácticamente todo el monólogo. Nótese la particular forma de rebañar el sol agudo de “O gloria”. Toda la interpretación parece dirigida a la exclamación “Ah! Morta” donde el sonido crece de un modo que nos conmociona. Hay grandeza shakespeareana en la muerte del Otello de Vickers.

Raimondi - Di Stefano
Tucker - Vickers

Los tenores de los 60 (I)

(Anexo I a la serie sobre Luciano Pavarotti)

La lista de cantantes activos en el momento de debutar Luciano Pavarotti incluye muchos nombres ya legendarios. Sirva el presente repaso para dar una idea del panorama lírico en el que había que abrirse paso durante los primeros 60. Se echará de menos a Alfredo Kraus (debutado en 1956) en este anexo, pero he preferido incluirlo en otro que dedicaré a los rivales directos que tuvo durante su carrera. El Pavarotti maduro (1985) contaba que en sus comienzos existían no menos de quince tenores famosos con los que competía en desventaja, pues ellos ya estaban donde él quería llegar. Sin embargo, él mismo considera que esa circunstancia tuvo efectos beneficiosos sobre su carrera, pues le obligó a perfeccionarse hasta límites que los tenores actuales no conocen. En este sentido, Pavarotti es el último de una estirpe de grandes cantantes. Estas líneas pretenden homenajearla.
Aparte de los grandes nombres que examinaremos , hay que destacar a otros como Giuseppe Campora, el refulgente Sandor Kónya, el sólido spinto Flabiano Labò, Gianni Poggi y James MacCracken (hoy tan discutidos), Juan Oncina, Giacinto Prandelli, el gran Fritz Wunderlich en el campo mozartiano o el estilista Cesare Valletti. Más nombres en: http://www.grandi-tenori.com/tenors/ Por supuesto, cada descripción lleva implícita un juicio particular de quien escribe.

Carlo Bergonzi (1924): En una fase en la que su carrera estaba plenamente consolidada, abarcaba el repertorio tradicional de tenor lírico-spinto, incluyendo dieciocho papeles verdianos - desde el Duque de Mantua hasta los heroicos Radamès y Don Álvaro. Ya en sus comienzos se distinguió no sólo por su musicalidad, sino por una fidelidad estilística casi inencontrable en una época en la que la interpretación verista era la norma general. De ahí, quizá, las dificultades encontradas para afirmarse en Italia durante los años cincuenta. La voz, de medio carácter,tampoco parecía destinada al éxito inmediato, pues a pesar las virtudes de la verdadera escuela de canto - morbidez y homogeneidad - nunca poseyó un color bello ni excitante. La emisión se apoyaba en una de las mejores técnicas escuchadas en su época, particularmente en lo que se refiere al pasaje entre registros y la facilidad para controlar la columna de aire. El dominio de estos apartados es sorprendente en un cantante que decía haber construido su voz de tenor de forma autodidacta (comenzó su carrera como barítono). Aunque tocaba el do4, la tesitura superior le daba alguna preocupación tanto por la extensión del instrumento como por su tendencia a cubrir en exceso una zona en la que el timbre era más bien romo. La sabiduría del vocalista llegó a producir en ocasiones el metal y la amplitud del agudo de tenor verdiano, pero tampoco este apartado vocal le habría asegurado una carrera importante.
Nunca fue un intérprete volcánico o sensual al estilo de sus coetáneos, pero no se tomaba las libertades de aquéllos en materia de cuadratura, portamenti o añadidos exhibicionistas. Bergonzi se distinguió por cultivar un legato de raíz belcantista aun en los papeles más heroicos o pertenecientes a la corriente del verismo. El perfecto apoyo le permitía abarcar las más amplias cantilenas, que cincelaba desde el primer ataque reforzando o atenuando el sonido con la facilidad de un violonchelo. A pesar de la cortedad de su voz, nunca debía forzar; ascendía y descendía por el pasaje respetando cualquier signo dinámico aun cuando cayera al final de una larga frase. Aquí residió parte de su magisterio en Verdi. Otra gran parte se revelaba en los pasajes dramáticos, donde leves singularidades en la dicción no le impedían encontrar el matiz necesario en la palabra, el famoso accento, que se revelaba noble, nervioso y viril. De Aureliano Pertile y Giacomo Lauri-Volpi heredó esta capacidad para destacar el sentido de lo cantado y la enérgica escansión del texto; en particular en los recitativos verdianos, donde la fuerza de la articulación - nunca comprometida para el legato - sustituía al squillo o al volumen heroico. De Beniamino Gigli, completando así el triunvirato de sus  mentores espirituales, tomó el gusto por ciertos tonos aflautados que coloreaban las dinámicas más suaves. No han faltado quienes lo acusaron – y acusan – de distanciamiento, sobre todo en algunos papeles donde sus modos de tenor áulico resultaban un poco serios o prudentes ("La Bohème", "Pagliacci"). En el terreno verdiano esto se trata de un simple malentendido por parte de ciertas audiencias demasiado fieles al estilo de del Monaco o di Stefano. Con el tenor parmesano se demostró nuevamente que la intensidad máxima es un recurso que obtiene su mejor efecto cuando se gestiona con mesura. El paso del tiempo ha dado la razón a Bergonzi, que en realidad sigue sin tener un verdadero sucesor cantando Verdi.
En los primeros años 60 era la principal opción de los teatros importantes para la mayor parte de los papeles que cubren la franja entre tenor lírico y spinto, desde Edgardo y el Duque hasta Radamès y Alvaro. Los citados, quizá incluso por encima de Foscari, Ernani, Alfredo, Manrico y Riccardo son sus máximos logros, mostrando además las raíces que todos hundían en el Belcanto romántico de Donizetti y Bellini. Fuera de Verdi aportó idéntica preocupación por el legato y el claroscuro, lo cual en algunos personajes debió suplir la falta de cualidades seductoras en el timbre (Cavaradossi, des Grieux, Enzo). A mediados de la década se detecta en su canto el predominio del experto vocalista sobre el intérprete: quizá una medida conservadora que le permitió sostener su carrera durante otros veinte años largos sin más extravagancias que un intento abortado de debutar Otelo a una edad ya muy avanzada.

Pavarotti, a pesar de su admiración di Stefano, siguió en muchos aspectos a Bergonzi. A ambos los unió una gran amistad hasta el final.

Franco Corelli (1921-2003): En aquellos años, y muerto Jussi Bjoerling, empezaba a desplazar a Mario del Monaco como primera figura mundial y se hallaba en la cima de sus facultades. Posiblemente, las facultades de Corelli no hayan sido igualadas a lo largo del tiempo: una voz de lírico-spinto voluminosa, dotada de un registro agudo de squillo y amplitud incomparables (hasta el reb4) pero bruñida en las zonas media y grave, donde exhibía un tinte baritonal, carnoso y atrayente. Consiguió recuperar - a veces por intución antes que estudio - efectos que parecían perdidos en voces de este calibre, como la mezzavoce y el uso del registro de cabeza para acceder a sus célebres ppp: filados interminables que podía sostener en casi cualquier altura. Todo estaba basado en la juiciosa gestión del espectacular fiato y la férrea cobertura del pasaje (a veces un tanto entubado, esto es, sombreado de más). Aunque su constancia le permitió corregir algunos de los defectos que le aquejaban en sus comienzos (un caso excepcional en un cantante de éxito) siempre persistió un vibrato rápido y sobre todo una dicción bastante sucia, ceceo incluido. Además el legato se resentía del tonelaje vocal - nunca llegó a ser del todo fluido - abundaban los ataques aspirados y su abuso del portamento con arrastre podía exceder lo admisible en un cantante de este nivel. Problemas también relacionados con una formación musical que acusaba las carencias de la época.
Temperamental, tendente a la exageración y aun al exhibicionismo de unos medios provilegiados (muchas veces en detrimento de la partitura y la caracterización) protagonizó algunas de las grandes veladas operísticas del S.XX. Además, su presencia escénica era magnética. Entonces triunfaba en el repertorio italiano más exigente: Calaf, Cavaradossi o Chénier, papeles donde ha dejado una huella imborrable, antes que en los asombrosos pero superficiales Radamès, Carlo y Manrico. Como intérprete fue siempre intermitente y se centraba en los grandes momentos, en particular los de expresión sensual y expansiva.
Tras unos comienzos un poco titubeantes desde el punto de vista técnico, encontró su camino definitivo con ayuda de Lauri-Volpi, de quien recibió lecciones para afrontar Gualtiero y Raoul de Nangis. Estas  interpretaciones marcaron un antes y un después en su carrera. A partir de 1964, los teatros americanos absorberían a Corelli, que únicamente volvería a Italia en contadas ocasiones. Durante esta década no sólo no parecía acusar la intensa actividad sino que incluso ganó en confianza. A mediados de los 70, víctima del estrés y un repentino declive, se retiró tras un paso muy discutido por papeles más líricos como Rodolfo de La Bohème, Romeo o Werther.

Nicolai Gedda (1925): Posiblemente en la plenitud de su carrera, este tenor sueco, políglota, con una admirable capacidad de adaptación a distintos estilos, cantaba un amplio repertorio que seguiría aumentando hasta ser de los más extensos – y grabados – del siglo XX. Frecuentó, además de ópera, Lied, opereta y oratorio. La voz, de lírico-ligero en sus orígenes, se acercó a la de lírico puro, pero reteniendo cierta levedad. De un timbre líquido y claro, excepcionalmente puro en los años 50, su registro agudo gozaba de una rara facilidad (hasta el re4 en voz plena y timbrada). El centro nunca poseyó cualidades destacables, limitado en su colorido y un poco mate. Sin embargo, menos siguiendo la estela de Beniamino Gigli que por afinidad con la tradición decimonónica (su maestro fue Carl Martin Öhmann) supo enriquecer su timbre con la emisión mixta (voix miste) ampliando así su gama de colores y dinámicas con independencia de la tesitura (do e incluso re sobreagudo pp en registro de "cabeza"). Dominador de la técnica clásica, en cuanto a la fluidez y ligazón del canto era irreprochable.
Siempre más músico que tenor, encontró sus mejores papeles en la ópera francesa (des Grieux, Romeo, Faust, Nadir y Werther) y sus magistrales acercamientos a las obras de Chaikovski y Mozart. Era un intérprete aristocrático y refinado que poseía todos los recursos técnicos del claroscuro. A pesar de ello en el repertorio italiano nunca causó el mismo impacto, no tanto por el timbre "neutro" como por una forma de entender las frases un poco envarada. En materia de acento carecía de la necesaria cordialidad tenoril que uno asocia al repertorio (Duque de Mantua, Pinkerton, Nemorino, Rodolfo). No obstante, alcanzó sobresalientes logros vocales en La Sonnambula e I Puritani (donde grabó un fa4 cantado en mixto). La crítica y el público italianos han sido un poco mezquinos con estos defectos de Gedda, un cantante que debe ponerse junto a Bergonzi y Kraus en la preservación del verdadero estilo durante años muy difíciles. Sus incursiones en papeles más pesados no fueron tan afortunadas, dadas las limitaciones físicas del instrumento y su distancia de la expresión dramática. Sin embargo protagonizó una afortunada rehabilitación (nunca lo bastante valorada) del tenor heroico di grazia con papeles como Arnold, Jean o Raoul.
A finales de los 60 se había instalado cierta guturalidad en el timbre, quizá buscada para compensar la ligereza del registro central, que fue extendiéndose por el registro de pasaje. Este proceso fue paralelo a una esporádica afectación de su arte, aunque el estilo y la musicalidad siempre estuvieron asegurados. Las bases de su técnica se demostraron sólidas, pues su carrera fue extensísima y seria hasta el final.

Mario del Monaco (1915-1982): Considerado el poseedor una de las últimas voces de tenor dramático. Para entonces su prestigio aún era máximo, aunque ya había pasado claramente su apogeo. Además de serios problemas renales, tuvo un grave accidente en 1963, pero se mantuvo activo hasta 1975 bien que concentrándose progresivamente en unos pocos papeles. Su singular uso de la técnica laríngea (o del sbadiglio – bostezo) le confería a la voz del Monaco el color oscuro que el verismo había convertido en el símbolo del cantante dramático, lo cual en realidad no coincidía con el modelo de tenor dramático italiano del XIX. De timbre amplio y voluminoso, exhibía además una extraordinaria densidad que en la zona alta se diría incluso blindada en bronce. Su extensión comprendía un seguro do agudo, pero ante todo destacaba el desmesurado squillo del sib. Como contrapartida, su capacidad para cantar piano y legato era limitada, percibiéndose franjas en la tesitura donde el timbre parecía explotar más resonancias torácicas que las superiores de la máscara, sonando así más grueso que timbrado. Esto se manifestaba sobre todo porque el registro de paso se opacaba. Él mismo reconocía que si intentaba practicar la media voz las bases de su emisión se resentían, lo cual nos da una pista de algo irregular en el mecanismo de del Monaco. Se dice, además, que empleaba continuamente corticoides para poder cantar: por lo tanto, debió estar expuesto a problemas en las cuerdas vocales. Las tremendas consecuencias para su salud nos hablan de una resistencia física y una voluntad fuera de lo común.
Al margen de estas conjeturas, siempre polémicas, lo importante es que la configuración vocal del cantante determinó y estuvo profundamente unida al intérprete. En dificultades para adaptar la columna de aire a un legato continuo y matizado, del Monaco cantaba casi siempre a volumen máximo y con una dicción de violenta nitidez. Siguiendo estos preceptos, el tenor se adhirió completamente al aspecto más exacerbado y sanguíneo del verismo. Era en los pasajes declamatorios y los recitativos altisonantes donde más podía sacudir al oyente por la frenética articulación del texto. Los momentos de canto amoroso o elegíaco se resentían tanto en el aspecto del legato como en el expresivo, mientras los accesos de furor romántico rondaban lo estentóreo. Los personajes así creados podían electrizar pero dejaban algo que desear en la variedad del acento y claroscuros. Éste fue su gran problema en Verdi. Pese a todo destacó en los personajes donde podía lucir sus heroicos medios: Radamès, Don Álvaro o los papeles de la Giovane Scuola que por temperamento llevaba en la sangre (Chénier, Canio, Turiddu y Luigi de Il Tabarro). Pero por encima de todos, se le recuerda por el Otello verdiano, que según la leyenda cantó 426 veces, y del que fue máximo creador sin apenas rivales que pudieran competir con él – en lo vocal al menos – durante los últimos 50 años. Otelo, anomalía dentro de la producción verdiana, admitía mejor las licencias del canto de del Monaco, quien desde luego demostró una capacidad única para afrontar el papel.
Los años no hicieron más que agravar sus vicios mientras la emisión se endurecía y nasalizaba y el legato prácticamente desaparecía. No importaba: el público italiano parecía no concebir otra forma de cantar sus papeles. Siguiendo este culto irracional - similar al de di Stefano - aparecieron incluso una serie de clones que imitaron con malos resultados su timbre: Ottolini, Ceccheje, Limarilli, Fernandi... Esta distorsión sigue sin aclararse hoy, cuando de del Monaco sólo quedan ecos de sus defectos sin que nadie haya podido compararse a él en los medios (ni en los aspectos técnicos que sí dominaba). La crítica reciente ha incidido en los defectos del intérprete, olvidando las virtudes de una voz irrepetible que el cantante – más serio de lo que se le reconoce – se esforzó por domeñar con éxito muchas veces.

Pavarotti recibió consejos de del Monaco, como nos ha contado Giancarlo, hijo del tenor florentino, y director de escena de éxito. Evidentemente ni Corelli ni del Monaco suponían competencia en el repertorio de Pavarotti. Tampoco Gedda, que rara vez cantó en Italia y que coincidió sólo en unos pocos papeles en el MET con el italiano.
Cierta crítica, encabezada por Rodolfo Celletti, distinguió a Bergonzi de la llamada “escuela del mugido”, en la que agrupó a del Monaco con barítonos como Guelfi, Gobbi y Bastianini. Con el chascarrillo sintetizaba los defectos y exageraciones de una manera de cantar típica de los 50 y 60, que modestamente resumimos en la segunda entrega de esta serie; 
http://estanochebarralibre.blogspot.com/2006/06/luciano-pavarotti-iv-los-primeros-aos.html

Audiciones:

Las audiciones que proponemos pretenden hacer un paralelismo entre Carlo Bergonzi y sus fogosos compañeros de cuerda. De Il Trovatore, le escuchamos su magistral interpretación de la escena de Manrico, personaje al que siempre insufló una pátina belcantista a la que fueron ajenos todos los tenores de su generación, excepto Jussi Björling. Impecable el recitativo, donde podemos destacar el expresivo diminuendo (“Al core”). En el aria Bergonzi es el modelo, insuperado, en los mordientes de la partitura, la línea elegíaca o los trinos, emitidos con claridad casi en un suspiro. Muy pocos tenores han cantado los trinos de “Ah, sì ben mio”, y aún está por aparecer una grabación donde Bergonzi no lo haga. Por otro lado apreciamos la que quizá fuera excesiva cobertura del agudo, tan característica del tenor de Parma. A continuación, la Pira, esta vez con omisión de la mayoría de las semicorcheas, pero cantada con mayor rigor métrico que la de Corelli. Arriesgados ascensos al si3 (1), que sin embargo nos hablan de la valentía de un tenor al que se ha acusado de “reservón”. La versión usada es un registro en vivo (1960) en el MET, con Antonietta Stella.

Quizá su mejor grabación conservada, la Aida neoyorquina de 1963 nos muestra como un tenor básicamente lírico podía sonar heroico por medio del pleno control de sus medios, sólo prodigados en los momentos necesarios. Un Radamès que destaca por la introversión de los pasajes líricos, donde el cuidado en las dinámicas se nos antoja inigualado. En “Celeste Aida” las frases son ligadas de manera modélica, haciendo discretamente los habituales portamenti en los finales de frase (“Celeste Aiiiida, Forma diviiiina”) que utiliza el cantante para montar (o cubrir) la voz sobre el pasaje. Cómodos ascensos al si bemol agudo, que en el último caso apiana de forma casi intachable, aproximándose a lo escrito por Verdi. “Celeste Aida” es un aria de salida temible que cantantes con voces más adecuadas han despachado como han podido, mientras aquí Bergonzi se recrea en ella. El perfil más heroico del papel lo encontramos en el Trío del Acto del Nilo, donde Bergonzi supera con bravura los ascensos al agudo y se exhibe en los la naturales del cierre. Amonasro es Mario Sereni y Aida Leontyne Price. En el dúo final, podemos afirmar que nadie ha fraseado como él, con ese sentido del rubato (“Sogno di gaudio”), a un tiempo libre y riguroso (“Si schiude il ciel”), y ese abandono en las sfumature. Magníficos los sib3 a media voz, permitiéndose esos alardes después de cantar todo el extenuante papel. Pura poesía junto a la Aida de timbre perturbador de la Price y el luminoso acompañamiento de Solti. Por algo los admiradores de Bergonzi le llaman “El Catedrático”.

Al Rigoletto dirigido por Rafael Kubelík siempre lo acompañará la discusión sobre el Bufón que grabó Dietrich Fischer-Dieskau, tan alabado por su musicalidad como criticado por las carencias vocales que le obligaron a reinventarse como barítono verdiano, algo que nunca fue por anchura, color ni metal. Lo que está fuera de toda discusión es la dirección equilibrada, radiante y dramática de Kubelík y el Duca canónico de Bergonzi, que sin embargo comparte con el barítono alemán cierta falta de espontaneidad. El papel, algo agudo para su voz, recibe una interpretación que pone de relieve sus raíces belcantistas, particularmente el aria “Parmi veder le lagrime”, piedra de toque que distingue a los grandes intérpretes del noble libertino de los meros emisores de agudos. El recitativo destaca por la variedad de acentos exhibida, desde la ternura a la indignación, y nos hace comprender lo necesaria que es la voz de un lírico pleno para hacerles justicia a frases como “Ma ne avrò vendetta” o la mismísima “Ella mi fu rapita!” A pesar de su timbre poco seductor, Bergonzi transmite belleza genuina en la cadencia, con una escala inmaculada y una media voz acariciadora.
Quizá la cumbre de la presente versión sea la lectura de “Bella figlia dell’amore”, un verdadero cuarteto donde los solistas cantan en perfecto equilibrio y los detalles de esta obra maestra son expuestos sin mengua de naturalidad. Un Duca hedónico y calculado hasta seduciendo a Magdalena, resuelve la canzonetta con comodidad en los agudos, integrándose en el posterior conjunto para dejar escuchar, por ejemplo, los “Io saprolo fulminar!” de Rigoletto, tantas veces ocultos tras tenores dispendiosos (la mano de Kubelík se nota) Acompañan a Fischer-Dieskau y Bergonzi (que grabaron un modélico disco de dúos verdianos) la sobresaliente Gilda de Scotto y la lujosa Maddalena de Cossotto.
Retrocedemos hasta una función del viejo MET (1964), donde Bergonzi se muestra más extrovertido en “La donna è mobile” que en la grabación de DG (de 1966). Hace contrastar con gracia los versos briosos (“Pur mai non sentesi”) de los irónicos (“Chi su quel seno”) Sobresaliente volata y valiente si agudo, quizá algo cerrado.

1: No está a tono como decíamos de primeras. Corregido por indicación de Jane, espontánea de Hispaópera, y posterior comprobación al piano.

Escuchamos a Franco Corelli en Andrea Chénier, uno de los papeles en los que siempre tuvo muy presente a Mario del Monaco. Como el del tenor florentino, su Chénier es más soldado que poeta, aunque Corelli lo enriquece con sus sensuales medias voces y las grandes frases ligadas. Así en “Credo ad una possanza arcana”, enlaza “e questo mio destino si chiama amor…io non ho amato ancor!” en una mezzavoce acariciadora. La conclusión se presta a los modos exaltados de Corelli, que está expansivo y grandioso, aunque es fácil apreciar roces en las notas de paso. Su alegato ante sus jueces “Sì, fui soldato”, arrebata por el contraste entre el vigor de los secciones extremas y el canto suave de la central. “Come un bel dì di maggio”, el adiós a la vida de Chénier, página que llega a la exacerbación, era idónea para Corelli, magistral para crear los arcos canoros de la conclusión, aunque en la sección declamatoria encontremos una ejecución sucia de las expresivas apoyaturas (todas mediante golpes de glotis). Al final sostiene un extraordinario sib3, de un metal vibrante. Para concluir, el extenso y temible dúo, donde acompaña a Corelli nada menos que Renata Tebaldi. Son apabullantes los ascensos al agudo, más seguro siempre Corelli aunque la Tebaldi, una de las voces más bellas del S.XX, supera aquí sus tradicionales problemas por encima del si bemol. Registro de 1960 en la Ópera de Viena, bajo la dirección de Lovro von Mataçic.

Los primeros 60 vieron el perfeccionamiento de la técnica de Corelli, quien a unos medios privilegiados unió una constante preocupación por aclarar y aligerar su emisión, uno de los grandes problemas de una voz grande. Hasta tal punto, que puede considerarse un caso único, pues se replanteó su forma de cantar durante una carrera que ya era meteórica. Quien le asistió en este camino, y así se ha reconocido, fue Giacomo Lauri-Volpi, el gran rival de Gigli, y dueño del registro agudo más impresionante de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, la formación de Corelli había sido autodidacta y, como tantos tenores de los 50, tomó a Enrico Caruso como modelo en cuanto a la densidad y sombreado del centro. En cambio, Lauri-Volpi era un tenor de centro ligero y vibración argéntea, al estilo del S. XIX y bajo sus enseñanzas, Corelli aligeró el registro de pecho y toda su voz ganó en tersura y fluidez, particularmente en la zona alta. Además consiguió controlar el vibrato caprino de sus primeros años (que le había ganado las burlas de del Monaco)
Rodolfo Celletti señala como hito en esta nueva fase las representaciones scalígeras de Il Pirata de 1958, de las que no consta registro. Posteriormente asumió dos nuevos retos como son el Poliuto de Donizetti y Raoul de Gli Ugonotti (Meyerbeer), ambos exhibidos en el templo milanés.
Un papel tan extremo como Raoul de Nangis, escrito para tenor heroico di grazia, planteaba problemas para un tenor del volumen vocal de Corelli. El director de aquellas funciones, Gianandrea Gavazzeni, dudaba de su capacidad para cantarlo, y no se convenció hasta que hubieron repasado toda la particella. Como muestra de aquella función, el dúo de Raoul y Valentine, con una Giulietta Simionato también en estado de gracia, a pesar de que ambos deslizaran esta Grand Opera hacia el verismo (además de ser la versión italiana, como era norma en la época) Las escaladas, y nunca mejor dicho, al do4 son resueltas de modo ejemplar, el sonido glorioso de timbre, luz y metal. No se atrevió a cantar el re bemol de la cadencia que sí hacía Lauri-Volpi. Atención a las últimas frases tras la cabaletta, con un si espectacular.

De Il Trovatore, escuchamos “Di quella pira” donde pueden resumirse las virtudes y defectos de su acercamiento a Manrico: voz broncínea, agudos palpitantes (la canta medio tono baja) y el arrojo habitual (aunque omite las frases de la stretta para preparar los si naturales) En el debe, el fraseo brusco y el escamoteo de los característicos grupos de 4 notas. En realidad, Corelli nunca se identificó con la vena belcantista del personaje, lo que hace que obtenga sus mejores momentos en los números di forza, mientras los más elegiacos le queden algo deslucidos. No obstante, esta función salzburguesa (1962) ha pasado a la historia por desencadenar toda la furia irracional de esta maravillosa locura que es Il Trovatore. Karajan, que siempre tuvo buen gusto para las voces, declaró sobre el tenor de Ancona: “Una voz heroica, pero de gran belleza; sombreada, sensual, hecha de melancolía y misterio, pero sobre todo de truenos y relámpagos, fuego y sangre.” Todo esto lo escuchamos en el Final, desde la aparición de Leonora, donde Corelli fascina tanto por el arrebato de su imprecación (“Dal mio rival! Intendo, intendo!”) como por la desesperación de sus intervenciones en el terceto. Le acompañan la Leonora resplandeciente de Leontyne Price, Simionato como Azucena y el robusto Conte de Bastianini.Recordemos que en 1961 se produjo el debut en el MET, cantando precisamente Manrico, con buenas críticas de Harold C. Schoenberg, papón local, quien habló sin embargo de “falta de refinamiento” (reproches que la crítica anglosajona siempre le dirigiría)

Calaf es un papel donde Corelli fue imbatible en el teatro: sus mejores registros provienen de representaciones en vivo frente a la rutinaria – aunque impecable – versión de estudio de EMI. Escuchamos una de la Scala en 1964. En su musculoso “Nessun dorma!” disfrutamos de los la naturales y el apoteósico si natural (para el que se toma su tiempo) del final. De nuevo asombra el metal candente de la zona alta de Corelli, perfectamente proyectada, pero que puede plegarse en “Splenderà” (sobre un mi natural, el paso de la voz) en un pianissimo acariciador, dándole un matiz romántico al arrogante personaje.

De Cavaradossi, otro sus grandes papeles, hay multitud de registros piratas preferibles a la grabación oficial para Decca, con una Nilsson poco implicada y el fiasco de Fischer-Dieskau como Scarpia. Ninguno, sin embargo, le muestra con la confianza y el dominio de sus medios de la función del Teatro Regio de Parma, en 1967. Ésta ha pasado a la historia como una de las mayores demostraciones del esplendor vocal y los excesos de la época, que Corelli encarnaba como pocos (el resto del reparto no está a esa altura), además de ser la favorita del propio artista. Escuchamos la imprecación de Cavaradossi del Acto II, donde podemos apreciar la histeria colectiva a la que podía llevar un teatro tan exigente y temible (sobre todo con los tenores): sus “Vittoria” (sib-la agudos), sostenidos hasta el límite, nunca han sido escuchados así. Sin duda se puede dudar de la musicalidad del intérprete, que antepone el lucimiento de sus facultades a la fidelidad la partitura, pero es difícil sustraerse a la exhibición. Toda nuestra admiración suscita en cambio el “E lucevan le stelle”, uno de sus caballos de batalla, donde la emoción, el magnetismo animal del intérprete se alían con un estado vocal omnipotente (es mágico el abandono con que canta “O dolci bacio o languide carezze”, recreándose en el difícil fa# agudo) La gran frase “Le belle forme disciogliea” es resuelta magistralmente, aplicando sobre el la3 un regulador de forte a pianissimo, sostenido a placer y ligado con “dai veli”, donde la voz se deshace a flor de labios. Magnífico el arco que culmina en la natural, que la partitura marca con slancio y así es cantado. Melodramático y truculento cierre, recordándonos la ocasional falta de gusto del tenor, pero es aceptable en el contexto de una interpretación así.

Comprobamos, además, que Corelli, debutado en 1951, cantó cada vez mejor a lo largo de los años 60. Ejemplo máximo de esto es la presente “Celeste Aida” de estudio, grabada en 1966 bajo la batuta de Thomas Schippers (1). Radamès es un papel que imponía respeto a Corelli más que por las exigencias vocales, por el “estilo y el legato”, y para él debutarlo significó “conquistar el gran repertorio”. El recitativo está esculpido con gallardía, ceceo aparte, mientras en el aria pone su inagotable fiato al servicio de la melodía, resolviendo sin problemas los finales de frase en el pasaje. Los ataques al agudo son fulminantes, pero lo inigualable llega en el final, donde ofrece una espectacular – inimitable – versión del morendo pedido por Verdi: ataca el sib en un fortissimo colosal, filando a continuación el sonido hasta el ppp, que aún sostiene unos segundos interminables sin mengua de brillo ni timbre. Corelli se atrevió unas pocas veces a practicar este filado en el teatro.

(1) Ésa es la información del disco de donde he extraído el aria, de la serie "Heroes" de Emi. Sin embargo, estoy casi seguro que procede del registro íntegro bajo la dirección de Zubin Mehta.
Para retratar a Nicolai Gedda hacemos una selección que apenas puede reflejar su amplio repertorio. La ascendencia de Gedda era en parte rusa, por lo que se sentía cómodo en este repertorio. De Ivan Susanin, de Glinka, la llamada a las armas, un aria con secciones extremas de bravura encuadrando a la central, pensativa y melódica (por esta estructura, recuerda a “Popoli dell’Egitto” de Il Crociato de Meyerbeer) El virtuosismo de los ataques al agudo en los tempi rápidos sólo se ve superado por el de la sección central, donde se mantiene un exquisito canto espianato en una tesitura muy elevada. Pasamos a La Dama de Picas, de la que escuchamos la súplica de Hermann (“Perdóname, celestial visión”), música obsesiva y atormentada que pocos han interpretado como Gedda, aquí completamente poseído y dominador de un papel que exige un tenor más potente, como un Lemeshev. Ambas proceden del mejor recital que posiblemente grabara el tenor sueco (1969), en un momento en que la voz había ensanchado pero conservaba su liquidez.

En 1962 había dedicado uno al repertorio francés con la colaboración de Georges Prêtre y similares resultados: de Le Postillon de Lonjumeau, escuchamos “Mes amis, écoutez l´histoire” una pieza circense donde podemos sin embargo admirar la calidad del registro agudo, con sucesivas subidas que culminan con un re4 portentoso, de una plenitud – proyección, brillo y redondez – de la que el resto su voz carecía.
Retrocedemos a 1952, fecha del primer disco de Gedda para HMV, y escuchamos nuevos ejemplos de ópera francesa, de la que ya era un joven maestro: su personalísimo “Je crois entendre encore” de Los Pescadores de Perlas, donde siguió el camino de Beniamino Gigli, coloreando su voz con sonoridades de cabeza. Toda la pieza está cantada en voz mixta, acariciante, creando una sensación de irrealidad que hoy suena algo pasada de moda, casi caricaturesca. Ello no debe impedirnos apreciar la maestría técnica precisa para dominar así los mixtos. Muy, muy diferente del otro gran exponente en el aria, Alfredo Kraus, igualmente meritorio. La voz, purísima, de lírico ligero entonces, era también ideal para el racconto del sueño de des Grieux (Manon), donde prácticamente se deshace a flor de labios. Grabaría el papel de forma magistral aún 20 años después. Gedda paseó los papeles románticos franceses por los grandes teatros, y en el Colón o el MET fue tan apreciado como pudo serlo Kraus unos años después. De su Roméo de 1968 en el teatro estadounidense, donde alternó aquellas funciones con Fanco Corelli, seleccionamos “Ah! Léve-toi, soleil”. Aunque sorprendentemente arrastra alguna erre de forma exagerada, es una interpretación modélica (lo que sin duda pondría aun más en evidencia los problemas de Corelli en este papel) que no renuncia a la espectacularidad alla italiana en los agudos.

El Gedda más apasionado y espectacular lo encontramos en este registro de I Puritani de 1963, donde maravilla la calidad de la voz, no sólo su facilidad y proyección, en las repetidas subidas al sobreagudo, que realiza a plena voz. Casi ningún tenor – ni siquiera Kraus – podía asegurar esa belleza tímbrica y esa redondez en el extremo de la tesitura. ‘A te, o cara’ es modelada con gusto, sin los amaneramientos de años posteriores. Impacta el súbito crecimiento del sonido en el re bemol4. Acusado, en oportunidades con razón, de un temperamento linfático, nos choca el despliegue de arrojo de ‘Vieni fra queste braccia’, sólo superado por las facultades exhibidas. Aun así, hay algo en su fraseo italiano que no termina de convencer, quizá por un énfasis hors place. Sostiene a placer los ascensos al re natural sobreagudo, posiblemente los más extraordinarios que se hayan grabado en muchas décadas. Le acompaña ese fenómeno vocal que fue Joan Sutherland, aquí algo opacada por un cantante in vena.


Escuchamos, como no puede ser de otra forma, a Mario del Monaco cantando Otello en los años de su máximo esplendor vocal (debutó el papel en el Colón en 1950). En 1954, la voz de del Monaco aún retenía un color más juvenil que el que estamos acostumbrados a asociar con sus años posteriores. Sin embargo, el bronce de la zona alta ya está ahí, convirtiéndolo en el Otello casi ideal, como podemos apreciar en el volcánico “Esultate!”, de aliento y acentos heroicos, aunque haya alguna nota opaca en el pasaje y pase de puntillas por el comprometido si natural. Quizá sea su mejor recreación del papel, en particular en el bellísimo dúo del Acto I, donde podemos elogiar el fraseo de su “Già nella notte densa”, con un bello diminuendo en el sol3 de “L’ira inmensa” (acercándose a los matices dolce y morendo de la partitura) Admiramos la contención en la frase repetida “E tu m’amavi per le mie sventure”, en la que se aprecia el esfuerzo del intérprete por domeñar el volcán de su voz, al que sí suelta las riendas en los magníficos lab agudos del cierre (que Verdi indicó pp) A su lado, la opulenta y algo matronil Desdemona de Tebaldi. El revés del Otello enamorado lo encontramos en el final del Acto II, un retorno a las formas verdianas más grandilocuentes: una cabaletta a dos voces, donde aparece la fiera incontrolable. Del Monaco se solía mostrar en exceso enfático y declamatorio en esta página, pero ello no impide disfrutar de los fragores de ese instrumento prodigioso, homogéneo y robusto en toda la tesitura (“Per la morte e per lo oscuro mar sterminator!” desde el la agudo al do# grave) Seguros ascensos al sib3 y colosal la agudo para concluir, con el portamento prescrito. Extraordinario el Iago pletórico de medios y sutil de intenciones de Leonard Warren, con su característica emisión sofocada pero un carácter verdiano genuino.

Llegamos a 1958. Con la voz más oscura pero aún en condiciones óptimas, cantó el Moro en el MET repitiendo Leonard Warren como Iago, y la poco frecuente Desdemona de Victoria de los Ángeles. Nos acercamos a la extraordinaria escena del Acto III, uno de los momentos donde la penetración sicológica en los personajes a través de la parola scenica y la música alcanza una de las cumbres verdianas. Sin embargo lo mejor del registro llega con el monólogo “Dio mi potevi”, página única en la producción del maestro de Bussetto, cercana al recitado, donde se expone al alma de un hombre destruido. Del Monaco, como tantos otros, rara vez se ciñó a las indicaciones de la primera parte del soliloquio (pppp con voce soffocata), pero por lo menos ahorra sollozos y chillidos y podemos admirar su dicción y pronunciación, haciendo bueno el tópico del italiano de los florentinos. La parte donde se despliega el canto es un enorme crescendo emocional que resuelve con autoridad incomparable. Apreciamos un piano algo engolado en “Al volere del ciel”, sin embargo, estupendo el dolcissimo en “L’anima acqueto” (sol3) y apabullante culminación del sib agudo, su nota más brillante, como podemos apreciar de nuevo en el descomunal “O gioia!”, que sostiene por encima de la orquesta para delirio del público.
Volvemos al Otello de La Scala para escuchar el “Niun mi tema”, en el que del Monaco según pasaron los años fue deslizándose hacia lo estruendoso y demagógico. No obstante aquí se muestra contenido y digno, sin cargar las tintas en su “Ah! Morta” y aproximándose a los matices dinámicos exigidos durante su agonía (“Or morendo”)

Posiblemente su mejor papel después de Otello, Don Alvaro fue registrado con resultados sobresalientes para la Decca en 1955, aunque nos quedamos con la versión de la escena y aria que cantó en 1953, en Florencia, bajo la dirección de Mitropoulos, quien siempre supo extraer lo mejor del cantante. Con la voz fresca, cercana al tenor spinto clásico, su recitativo está teñido de melancolía y el aria empieza a media voz, con un legato inmaculado, matizando hasta el ppp, mientras los ataques al agudo son redondos (sin las aristas de años posteriores) y restallantes. Un Álvaro genuino, sin excesos veristas, en una voz titánica esta vez bajo control.

De la faceta más volcánica y descontrolada del tenor florentino, escucharemos (y veremos) como ejemplo el “Vesti la giubba” cantado en Japón en 1961, la versión que personalmente me hizo apreciar esta pieza. Se puede tachar de brutal el recitativo, donde da rienda suelta a sus dotes histriónicas. En el aria, la visceralidad del intérprete, el arrojo casi suicida con que ataca el soberbio la natural, prolongado hasta el límite, causan el delirio del público, en particular por la conmoción que transmiten las últimas frases. Esto es verismo puro y duro, con todos sus recursos al singhiozzo y aun al grito desgarrado: o se toma o se rechaza de plano. Vocalmente, se aprecia el progresivo endurecimiento de ciertas notas, aunque el registro agudo seguía sonando como una campana de bronce.

14/12/06

Rachmaninov Obras Completas VII: Los Tríos Elegíacos

Recuperamos la serie por iniciativa de un hilo de Foroclásico, donde se citaban estas obras camerísticas.

Es curioso, pero la mayoría de los grandes Tríos compuestos por autores rusos de alguna manera fueron inspirados por el dolor de la muerte de un artista. Chaikovski escribió su único ejemplo en esta forma (cuya combinación de timbres no apreciaba) como homenaje a su mentor, Nikolai Rubinstein, padre de la escuela cosmolita y academicista rusa. Arenski dedicó otro al violonchelista Davidov. Y cerrando el círculo, el Segundo Trío de Rachmaninov es una elegía a la muerte de Chaikovski.

Compuesto en 1893, bajo la consternación que le produjo el fallecimiento de su quien consideraba su padre espiritual, es una pieza proyectada siguiendo el ejemplo del propio Chaikovski. El primer tiempo es amplio, y se despliega en grandes grupos de temas. Le siguen un segundo tiempo de variaciones libres y un enérgico Finale, en el que sin embargo retorna la elegía del primero a modo de marcha fúnebre. Todo ello, por cierto, impregnado de una retórica más orquestal que camerística. A pesar de la palpable influencia del modelo, el primer tema ya presenta los rasgos del Rachmaninov maduro, con sus ecos de campanas en el piano y las referencias al canto litúrgico ortodoxo; como un anticipo del Segundo Concierto.

En 1892, sin motivo aparente, ya había compuesto una pieza del mismo título en un solo tiempo. Más concentrado que la prolija composición posterior, es una conmovedora efusión lírica de un joven de 19 años.

Versiones del Trío Borodin. Disfrutadlas.

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